Según el diccionario no oficial, el famoso término “proyecto de ley” tan usado por nuestros políticos y funcionarios, se define como la manera de alzarse el cuello con buenas intenciones, que de antemano se sabe, jamás serán aprobadas.

Pues bien, uno de estos “proyectos de ley”, surgió a finales de los años cuarenta, cuando se comenzó a hablar de esos indigentes que vagaban por las colonias más humildes y que en época de lluvias y en el invierno, no tenían un techo en donde guarecerse.

Algunos grupos criticaron el derroche que había emprendido el gobierno capitalino en la ampliación de algunas calles, así como en los ornamentos de algunos edificios públicos; dinero, con el que, según se afirmaba, podrían haberse costeado algunos albergues para hacer frente al problema de las personas sin techo.

En realidad, todo el asunto comenzó en 1949 después de que dos periódicos capitalinos publicaron artículos sobre el deceso de un indigente a causa del frío que azotó a la ciudad de México a finales de noviembre de ese año.

Rápidamente los funcionarios de salud y del Departamento del Distrito Federal comenzaron a declarar a diestra y siniestra que ya “estaban sobre el escritorio varios proyectos de ley, en los cuales se contemplaba la instalación de albergues de emergencia para las personas de la calle. Incluso en un extraño acto proselitista armado al alimón, el presidente Ruiz Cortines, colocó algunos ladrillos de lo que sería el primer “albergue público”, de un programa fantasma que hoy ni siquiera aparece en los archivos oficiales.

Las buenas intenciones quedarían así en el papel por un largo rato y mientras tanto se suscitaron más incidentes de vagabundos que eran víctimas del frío. Recién en el año de 1955 la prensa se volvería a ocupar del asunto a causa de una mujer de edad avanzada que falleció por hipotermia en los alrededores de la antigua estación de Mercaderes.

Sería hasta el invierno de 1956 cuando las autoridades pondrían en marcha una especie de experimento social propuesto por un grupo altruista, el cual estaba dirigido por religiosas y mujeres de alcurnia, entre ellas, la esposa de un alto funcionario del gobierno de esa época. Las acciones pretendían hacer uso de predios como bodegas, almacenes o casonas deshabitadas, para instalar literas y proporcionar albergue en los barrios más pobres.

Cerca del barrio de la Bondojito, el grupo instaló dentro de una casona, propiedad de uno de sus miembros, el primer albergue de invierno para personas de la calle. Más rápido de lo que canta un gallo se llenó de personas, sobre todo porque los voluntarios, haciendo gala de generosidad, repartieron cenas en unas mesas que colocaron en la calle.

Rápidamente los medios informativos recibieron aviso, y durante los siguientes días, más de un funcionario se dio una vuelta por el lugar para hacer sus consabidas declaraciones. Como quien dice, con el experimento todos salieron ganando en cuestiones de imagen ante la opinión pública.

Sin embargo, pronto llegaría la triste realidad y la iniciativa quedaría como una más de las “llamaradas de petate”, apoyadas por nuestras autoridades.

Tomando en cuenta los costos diarios del mencionado albergue de la Bondojito, a todas vistas resultaba que estos eran económicamente incosteables, al menos que hubiese un organismo o empresa que quisiera desembolsar por buena voluntad, miles de pesos al mes. Por si fuera poco, las damas de alcurnia se cansaron de hacer diariamente largos viajes para repartir comida, y de ribete, se supo que algunos vagabundos introducían su anforita de alipús para sortear las noches de intenso frío.

A mediados de febrero de 1957, menos de dos meses después de iniciado el proyecto, éste cerró nuevamente sus puertas, echando a los chilapastrosos de nueva cuenta a la calle... Al fin de cuentas, las cámaras y los reporteros ya ni se aparecían, y como donde no hay circo, tampoco hay ganancia, más valía en adelante no andarse conmoviendo por esos pelados sin techo, sin educación y sin futuro.


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