Entre sus clientes se conjugaban teporochitos, oficinistas y funcionarios a quienes además de lustrar el calzado, los entretenían con un poquito de albur y charla de cantinero.
Para calcular sus ganancias solamente había que hacer cuentas: un peso por boleada más propina, mínimo unas cinco o seis boleadas por hora, un turno de diez y hasta 12 horas diarias. Al final del día, entre 50 y 70 pesos ¡de aquellos! tintineaban en el bolsillo.
Así era cada día para esos boleros que tenían la suerte de trabajar en el primer cuadro de la ciudad, atendiendo a transeúntes, oficinistas, turistas, gendarmes y cuanto parroquiano que gustara echar charolazo con los cacles.
En el perímetro del Zócalo, en 5 de Mayo o Madero, por Niño Perdido, a las afueras de Bellas Artes o en la Alameda Central, aquellos amos y señores del trapo y el jabón de calabaza, fueron durante años los principales protagonistas de las crónicas que publicaban los famosos estudiosos de nuestra historia urbana.
Siempre con un aura que conjugaba el folclor, un poquito de albur y charla de cantinero, sin faltar la sabiduría citadina que hasta los convertía en consejeros de los clientes de confianza, muchos de los más famosos boleros del centro cobraron fama de dicharacheros entre los trabajadores que diariamente requerían de sus servicios.
Por ahí andaba don Chanito, uno de los más recordados y quien solía lustrar desde los polvosos cocodrilos de los teporochitos de pulquería en época de ligue, hasta los finos zapatos de los mandamases de los bancos, quienes ya hasta le hablaban de tú y le daban su aguinaldo en época decembrina.
Igual el "Güero" de la Ciudadela, un bolero que según las buenas lenguas era tan chistoso como el mismo Cantinflas y solía tener muy buenas migas con locutores y artistas de variedades que se juntaban en las cafeterías cercanas a la XEW en la calle de Ayuntamiento. Por cierto, que este personaje parecía renegar de su apodo y casi nunca se le veía chambeando en la famosa plaza donde hoy se encuentra la Biblioteca de México; pero eso sí, a la que nunca faltaba era a su partida diaria de dominó en una cantina de Bucareli, donde según se cuenta llegó hasta a pagar con boleadas sus deudas de juego.
Aunque con el tiempo se intentó agremiar a los boleros y confinarlos a todos a las esquinas y a la silla con techo de sombrilla, la mayoría se negaron a aceptar semejante inmovilidad y cada vez que algún líder tranza convocaba a una junta, los interesados brillaban por su ausencia.
Los cronistas de antaño coincidían en que para ser bolero del Centro había que ganarse el lugar con esfuerzo. Para muchos era en este lugar donde se iniciaban las tradiciones entre el gremio, como aquella de pegar centavitos al cajón para atraer la buena suerte, una costumbre que según los conocedores se inició entre los boleritos novatos que trabajaban a lo largo de avenida Juárez y en plazas como la de Santo Domingo. En crónicas pasadas mencionamos también la famosa escuela de los boleritos, que en lugar de talleres de manualidades animaba a los alumnos a aprender a pasar el trapo como un digno oficio. Pues bien, muchos de esos niños, después convertidos en jóvenes oficiantes, también iniciaron supersticiones como la de pegar el chicle abajo del sujeta suelas o cada comienzo de año, pegar durante una semana la primera moneda del "persigne", para atraer la buena clientela durante los meses restantes.
También la famosa plática del bolero, que competía con la del cantinero, se convirtió en un aspecto distintivo de los boleros del primer cuadro. Para muchos no había nadie que supiese más de política, programas gubernamentales y chismes de funcionarios. Eran los "arreglamundos" por excelencia que a sus clientes de confianza les decían donde la regaban los mandamases en el poder... un talento que más tarde sería llamado "análisis político", muy beneficioso para muchos changos, no precisamente por lo que escribían, sino por lo que dejaban de escribir.
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