Hace unas semanas visité a unos amigos en el tradicional barrio de la Portales y comentábamos sobre la desaparición de los vendedores de a pie, de esos que cargaban enciclopedias, aparatos domésticos, vasos, vajillas, todos reemplazados por los centros comerciales y las ventas por internet.

Cuál no sería nuestra sorpresa cuando justo al café donde estábamos, se apareció un vendedor de vajillas de loza, con una caja, como antaño, con agarraderas de mecate y ofreciendo cada plato pintado a mano como una verdadera obra de arte.

De inmediato me transporté en el tiempo y recordé esas crónicas que describían cómo con la llegada de la época decembrina, cuando los capitalinos comenzaban a dejar los deberes en segundo plano para planear las comilonas y pachangas, los vendedores de vajillas se multiplicaban en las calles de la capital, sabedores de que su mercancía adornaría muchos platillos navideños y serviría de regalo para numerosas familias.

Desde antes del día de la virgen ya estaban bien plantados en los alrededores de las plazas de Santa María la Redonda, así como en mercados como Tlatelolco y El Baratillo, donde traían las vasijas, jarritos y platos, directo de talleres, vendiéndola tanto a parroquianos comunes como a intermediarios, quienes hacían su agosto al revenderla directamente a restaurantes, fondas y cafés del primer cuadro.

Después de que en 1863 los capitalinos sortearan algunas dolorosas epidemias, el ayuntamiento instauró las olvidadas posadas populares, que itineraban por algunos barrios donde por lo general se cerraba la calle principal y se extendían mesas con antojitos y una carpa donde la orquesta y los bailadores le tupían duro al raspadito.

Las doñas acostumbraban cooperar con algún guiso para la ocasión, pero sabedoras de que a la hora de la cruda los trastos podían terminar en alguna casa ajena, preferían comprar alguna vajilla barata. Convenía más comprar un lotecito de cinco o seis piezas que sólo un par, ya que el precio bajaba hasta en un 50 por ciento al por mayor.

No obstante, como buenos comerciantes, los reyes de la loza también contaban con sus mañas, tal como lo escribió un cronista español de esos tiempos:

“Persiguiendo a los carruajes, toda clase de zaragates ofrecen su mercancía exhibida en cajas atadas con cuerdas a la espalda. Algunos causan pena por el peso que llevan a cuestas, pero que no les impide perseguir a los caballos y a sus paseantes. Sorprende al ánimo sus gestos duros que se encienden cuando alguien pregunta el precio, como el vendedor de vajillas, quien no duda en pronunciar una cifra desproporcionada como primer intento, para después reducirla hasta en dos terceras partes como un intento desesperado por atrapar al cliente vacilante”.

A menudo pegaba el chicle de aquella costumbre de inflar la venta, sobre todo con los extranjeros que no se molestaban en regatear, razón por la que los adornos con motivos mexicanos comenzaron a aparecer e iniciaron un negocio alterno cuya clientela se encontraba en las posadas y hoteles o en los establos del sur y el norte de la capital, donde solían partir las diligencias cargadas de visitantes rumbo a los puertos.

Sin embargo, los vendedores de vajillas que siguieron trabajando al modo tradicional y ofrecían de puerta en puerta sus productos, sufrirían con la llegada del nuevo siglo la competencia desleal tanto de las importaciones que llegaban en barco y que surtían a los almacenes y tiendas de provisiones, como de aquellas grandes fábricas amparadas por los socios del gobierno porfiriano.

La imagen de aquellos hombres con sus grandes cajas cargadas de platos se haría cada vez más esporádica y con el tiempo terminaría por adquirir tintes metafóricos. Se decía que nadie caminaba con más sigilo y cuidado que un vendedor de vajillas. De hecho en poemas y canciones del siglo XIX se les nombra a menudo como el ejemplo del lo que es traer una frágil y bella carga entre los caminos pedregosos de la vida.

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