Homero Bazán

Los robachicos del vocho amarillo

Los robachicos del vocho amarillo
26/09/2020 |01:46
Redacción El Universal
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Aún recuerdo cuando con escasos nueve años casi fui secuestrado por un par de robachicos a escasos metros de mi casa, ubicada en ese entonces en la colonia Narvarte, en la ciudad de México.

Corrían los años ochenta, eran tiempos donde, según se dice, los niños conocieron el último estertor de lo que significaba jugar en la calle, pintar una carreterita en el suelo y deslizar carritos metálicos, organizar un partido de futbol o beisbol y hasta dedicar horas al juego de las escondidillas o el bote pateado.

Era una tarde como cualquiera, yo vivía en la casa con el número 963 de Avenida Vertiz y me reuní con mis amigos Luis y Chavín, afuera del 967… como mencioné, a escasos metros de mi casa. Recuerdo que jugábamos a las canicas, cuando de pronto se detuvo frente a nosotros un taxi volkswagen amarillo, bastante viejo y un sujeto obeso, de unos 40 años, con cabello lacio, gafas de botella y chamarra beige se nos quedó viendo por un instante desde el lado del pasajero.

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Yo era el que me encontraba más cerca del automovil y el sujeto exclamó (lo recuerdo claramente) –Oye niño ven ¿sabes dónde queda la calle de Cumbres de Maltrata?

Inocentemente, mi primera reacción fue acercarme hacia la ventanilla. Todo pasó en cuestión de segundos, como en camára lenta. Mientras daba el primer paso, el conductor del taxi, un sujeto delgado, de más de 35, con cabello negro y largo, que vestía pantalón de mezclilla, chamarra azul y botas vaqueras cafés, se bajó con un trapo en la mano (seguramente con cloroformo) y esperó en la parte trasera del vocho a que yo me acercara más.

Los robachicos del vocho amarillo

Mil veces he revivido ese día y todo hubiera tenido un único desenlace, quizá el mismo que vivieron otros niños menos afortunados que yo frente a esos monstruos. Al acercarme más, el chofer, el flaco, me hubiera puesto el trapo en la boca y naríz mientras su cómplice, el gordo, abría la puerta y me arrinconaba agachado en el espacio sin asiento que tenían todos los taxis volswagen en esa época. El chofer hubiera subido y arrancado rápidamente y mis amigos quizá habrían corrido para tomar las placas, pero lo más seguro es que fueran robadas.

Sin embargo ese día tuve un ángel de la guarda, mi amigo Luis Antonio Fernández Raso, quien desconfiado como era, me jaló del brazo y exclamó: ¡No vayas! En ese momento nos echamos a correr los tres y el chofer flaco nos persiguió por unos metros, seguido del gordo quien también bajó rápidamente para tratar de atraparnos.

Nos metimos a toda velocidad a la tienda del papá de mi amigo Chavín, que en ese tiempo se encontraba justo en la esquina de Vertiz y Concepción Beistegui y desde ahí vimos como los dos sujetos regresaron corriendo al vehículo y arrancaron a toda velocidad.

Ahora, a la vuelta de los años, me doy cuenta de que aquella tarde de los años ochenta estuve a escaso metro y medio de desaparecer para siempre, víctima de un par de pederastas, quizá traficantes de órganos o cualquier aberración que uno ni siquiera puede imaginar.

Mi amigo Luis y su bendita desconfianza me salvaron de los robachicos del taxi amarillo. Nos seguimos viendo por cuatro o cinco años más, hasta que nos mudamos de la colonia. Nunca le agradecí apropiadamente, para nosotros había sido la aventura de un día más, pero hoy, como adulto y padre de dos hijos, comprendo el gran regalo que me dio mi amigo Luis Antonio Fernandez Raso con su jalón de brazo y sus palabras: ¡No vayas!

¿Cuántos niños en esa época, quizá en la misma colonia y en años posteriores en otros lugares, no tuvieron la suerte de contar con alguien que los despabilara así? Los monstruos siempre están al acecho, no descansan.

Según datos del Reistro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, hasta julio de 2020 había casi 13 mil niños y adolescentes desaparecidos en el país, encabezando la lista el Estado de México con más de 2 mil 800 casos.

Sorprende que existan numerosos esfuerzos por parte de la sociedad civil para tratar de hacer frente a esto, como la Fundación Nacional de Investigación de Niños Robados y Desaparecidos, pero no existe de manera oficial una división policíaca especializada en el tema.

Ante esta falta de protocolos la bien conocida Alerta Amber se erige como el único medio al que se canalizan las fotos de los niños desparecidos, sin embargo ha suscitado muchas críticas porque se basa sólo en la ayuda externa sin existir un protocolo para tratar de localizar a un menor, eso sin contar que en algunas localidades las alarmas se ponen en marcha hasta pasadas 48 o 72 horas, cuando en otros países los especialistas coinciden en que las primeras cinco o 10 horas son cruciales para localizar a un niño.

Curioso, esa misma noche de los años 80, después del susto, el grupo de amigos de entre 8 y 10 años volvimos a salir a la calle como a las siete de la noche, jugábamos futbol a la vuelta, afuera del edificio ubicado en el 1755 de Concepción Beistegui… pero cuál no sería nuestra sorpresa cuando volvimos a ver al taxi amarillo y a los robachicos patrullando la calle. Volvimos a correr y los susodichos arrancaron a toda velocidad.

¿Cuántos niños habrán desaparecido en los años ochenta, secuestrados a bordo de ese taxi viejo? ¿Cuántos menores desaparecerán antes de que termine este fatídico año ante la indiferencia de las autoridades? Se dice que el valor de una sociedad se mide por la seguridad y el trato a niños y ancianos. ¿Qué nos dicen hoy los casi 13 mil niños mexicanos que no han regresado a sus hogares?

homerobazanlongi@gmail.com
Twitter: @homerobazan40