Siempre era la misma historia. Un buen día, el oficinista, harto de aguantar al jefe, le recordaba a su progenitora y quedaba de patitas en la calle. Semanas después, tras saborear las amargas mieles del desempleo, un foco se prendía en su cabeza y se acordaba de que en su casa tenía un amplio garaje que, con un poco de albañilería, podría convertirse en dos locales comerciales.

Después de sortear trámites y mordidas, el antes humillado empleado se convertía así en un dígito más de esa sencilla ecuación que Carlos Marx publicara en su mamotreto El Capital, y en adelante, con la gracia de vivir de sus rentas, se dedicaba a disfrutar de la vida cual empresario fumapuros que contempla la vida con la dejadez de quien ganó en el juego del monopolio.

De esa forma, el auge de rentar locales comerciales comenzó a extenderse por las distintas colonias, convirtiendo al Distrito Federal en una ciudad-almacén, donde se lucraba con el espacio disponible con cinta métrica en mano.

No importaba si algún emprendedor quería poner una óptica o una tortería, en adelante sus sueños de independencia estarían supeditados a la bondad o gandallez del dueño del local, quien rápidamente se volvió el beneficiario real de las ganancias de quienes se aventuraban por la ruta solitaria del capitalismo.

Muchos comerciantes terminaban trabajando sólo para pagar la renta mensual del local, y el dueño del mismo pasaba a convertirse junto con las sanguijuelas, los buitres y las cucarachas, en una de las criaturas más odiadas de la naturaleza.

Con las elásticas leyes para regular este rubro, muchos locatarios no tenían empacho en subir la renta de forma abusiva, una vez que el negocio de su "cobaya" comenzaba a agarrar clientela.

Los que contaban con predios en áreas supuestamente muy concurridas, por encontrarse cerca de oficinas o escuelas, se daban el lujo de pedir hasta un porcentaje de las ganancias sobre la renta, e incluso elegir el rubro del negocio, colocando letreros como "Rento exclusivamente para restaurante", "Local para paletería". y en caso de que el changarro no tuviera éxito, culpaban al encargado por su dejadez.

Con el tiempo, también el espacio fue motivo de abusos. De esos grandes locales donde a mediados de los 40 el cliente hasta podía dejar su abrigo en un recibidor

para después pasar al mostrador, no quedó, sino el recuerdo. La mayoría de los locatarios (previa mordida a las autoridades) obtuvieron permisos para alterar sus inmuebles y seccionaban hasta en tres y cuatro partes un solo local, imponiendo a menudo abusos como el que todos compartieran el mismo baño o servicios como la luz.

Otra modalidad consistía en la extorsión indirecta del comerciante, anunciando el local para renta desde varios meses antes de que venciera el contrato, y en caso de que encontraran a otro bartolo dispuesto a pagar un poco más, ponían al primero a escoger entre cubrir aquel porcentaje o buscarse otro sitio para lucrar.

Con la llamada crisis inquilinaria y la escasez de predios para ejercer el comercio, los abusos se incrementaron y los locales se ofrecían a costos similares a rentar un nicho en el cielo. Al mismo tiempo, las frecuentes violaciones a códigos de salud y seguridad comenzaron a ser solapadas por las autoridades, debido a los buenos ingresos mensuales que generaban a través de los inspectores mordelones.

Así se convirtieron en el pan de todos los días las denuncias sobre comercios de comida, sin campanas de extracción de humo, con peligrosas instalaciones de gas, donde los cilindros se encontraban a escasos centímetros de los comensales e incluso lugares donde tanto el espacio para los baños como para lavar trastes era el mismo.

Fue así como el auge de los mercados y plazas comerciales inició su reinado, sin embargo, para hacerse de un local en los primeros, había que vender el alma al partido político charro en turno; en cuanto a las plazas comerciales, más valía ser millonario y que el negocio perteneciera a la doña de la "casa chica", para poder cubrir las altas rentas.

Hemos recibido esporádicamente quejas de comerciantes que han sido víctimas de abusos en la colonia Condesa, donde los dueños de muchos locales exigen se les entregue la renta en efectivo, sin otorgar ningún recibo a cambio, con lo cual el arrendatario no tiene prueba de que pagó. Si el pago de arriendo se realiza vía transferencia, el dueño del local reclama la comisión del banco. Y si se le exige factura, suma a la renta el monto del IVA. Un bonito caso, como tantos, para la revisión fiscal en la Ciudad de México.

Twitter: @homerobazan40

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