Con sus cerros de ropa aguardando sobre interminables canastos, con sus espaldas encorvadas sobre el burro de madera cercano a la estufa, donde ponían a calentar su instrumento de trabajo, aquellas planchadoras se bastaban solas para hacer el trabajo de dos y hasta tres personas.

Señaladas siempre como las oficiantes más humildes del México poscolonial, estas mujeres fueron personajes recurrentes de los textos de cronistas, novelistas y poetas, quienes las asociaban siempre con la imagen de la abnegación matriarcal, cuyo principal propósito era ganarse el pan honradamente para sacar adelante a los hijos.

Se decía que el botecito de monedas donde estas mujeres recolectaban sus ingresos se encontraba siempre vacío, porque nunca faltaba el marido borrachín y vivales que metía mano negra a la morralla, o los hijos pequeños que lloraban por alimento, o incluso el lagartijo moroso que vivía de la apariencia y se olvidaba de liquidar sus encargos.

En las vecindades de barrios como La Candelaria, las puertas de las viviendas de las planchadoras se encontraban siempre abiertas para aguardar la llegada de la clientela. La mayoría mantenía por solidaridad la misma tarifa de a cinco prendas por real y la promoción de una docena por dos reales.

Mas la oferta era un arma de dos filos, porque una vez que la fama de buen servicio corría por la barriada, más de 10 ó 20 canastos de ropa se podían juntar en el transcurso de la mañana, esclavizando a la pobre doña a despacharlos hasta altas horas de la madrugada.

Y es que no sólo la antediluviana plancha de parrilla o agua caliente dificultaban el trabajo, también las prendas de antaño cargadas de pinzas y adornos debían ser trabajadas con sumo cuidado, porque ningún cliente, sobre todo los que enviaban su ropa desde los barrios de alcurnia, perdonaban algún relieve mal aplacado en sus telas.

En las casas de abolengo del Centro, la Roma y la Juárez, se solía contratar a planchadoras y lavanderas tanto de planta como de entrada por salida. Una sola familia de apellido pomposo podía producir con todos los cambios de ropa que exigían sus compromisos sociales, más trabajo que un pequeño regimiento.

Por supuesto, con tal trajín de esclavitud, el cansancio se acumulaba día con día, y tarde o temprano la pesadilla de toda planchadora se hacía realidad: quemar la camisa preferida del patrón con una bonita marca triangular.

En las gacetillas populares que solían incluir historias melodramáticas con alguna alambicada ilustración a tinta, no faltó la breve historia de la planchadora mártir, quien después de haber sido abandonada por el marido, un buen día, en medio del llanto, quema el fino vestido de la fatua señorita de la casa, misma que la obliga a pagarlo en abonos con jornadas dobles de trabajo. No dudamos que algo similar haya acontecido en la realidad, dada la cruel ley de la probabilidad que nos atormenta a todos los mortales.

Se decía que la prosperidad de una casa podía medirse por su número de lavanderas y planchadoras. En palacetes como el del empresario y político Landa y Escandón, así como en las casonas de los allegados a Porfirio Díaz, no había menos de cuatro o cinco de estas doñas para mantener sin arrugas desde la ropa hasta las cortinas y la mantelería. Algunas hasta contaban con su propio cuarto dentro de la casa, porque dados los múltiples compromisos de los señores, nunca se sabía la hora en que se harían necesarios sus servicios, además de que algunos ricachones más delicados que una margarita, solían tener la costumbre de que les calentaran con plancha las sábanas antes de dormir, no fuera que les agarrara un aire.

Dado el descuido en que vivían los hijos de una mujer dedicada todo el día a aplacar telas ajenas, desde principios del siglo XX se hizo costumbre apodar a los niños sucios, chorreados y chamagosos, "los hijos de las planchadoras".

De acuerdo con el texto de un cronista aparecido en 1906, este término se extendió también a los peladitos ya entrados en años, así como teporochos, vagabundos y muertos de hambre de los principales barrios. Incluso hay quien se atreve a afirmar que el insulto popular: "Hijo de la chin...", alude desde el siglo XIX, tanto a los vástagos como a las abnegadas planchadoras, por ser las mujeres que más se sobaban el lomo para ganarse la vida, y también las que más hijos malcriados y resentidos regalaban al mundo. Pobres... tras de mártires, apaleadas.

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