Como no sólo con abrir nuevas calles y avenidas se solucionaban los problemas para comunicar a las distintas colonias, sería a mediados de la década de los 60 cuando los urbanistas propondrían modernizar el transporte en la capital y lanzarían la voz de alarma sobre las pérdidas millonarias que ocasionaba su baja eficiencia.

En aquella ocasión se utilizó por primera vez el término "horas hombre" para medir el tiempo que invertía un parroquiano en acudir a la terminal más cercana, formarse en una larga fila y esperar el camión o trolebús que lo llevaría a su destino, descontando, por supuesto, los inconvenientes del tráfico y las innumerables paradas que añadían un minuto por cada frenada.

De acuerdo con el estudio de un especialista llamado Humberto Espinosa, quien fue contratado por el Departamento del Distrito Federal a principios de 1968, anualmente el desperdicio de horas a causa de la mala planificación en el sistema de transporte ascendía a la espectacular cifra de 3 mil 650 millones de pesos.

Por supuesto, la cifra escandalizó a la opinión pública hasta entonces no acostumbrada a las estadísticas y muchos medios difundieron los resultados del estudio, incluyendo este diario, donde se publicó un amplio artículo el 3 de marzo de ese mismo año.

El experto mostró a los funcionarios una sencilla operación donde calculaba el tiempo perdido aplicado a la ciudad de México, mismo que en 12 meses alcanzaba por todos los capitalinos 2 millones de horas. A esto añadía que un individuo promedio realizaba un trabajo remunerable de cinco pesos la hora, lo cual multiplicado por la población activa de la capital sumaba 10 millones de pesos diarios, lo que anualmente representaba 3 mil 650 millones malgastados en esperar y viajar en el transporte público.

Cuando fueron interrogados al respecto, algunos mandamases de las altas esferas se lavaron las manos e incluso dieron a entender que aquel estudio era producto de un elaborado plan para obtener más fondos del presupuesto para el transporte. Al final los lamentables sucesos de ese año enterraron en el olvido cualquier iniciativa para la ampliación del transporte automotor y el proyecto del Metro encabezó la lista de prioridades por tratarse además de un buen motivo para menguar la negra estela de los acontecimientos del 2 de octubre.

Sin embargo, los urbanistas coincidían en que las obras tenían como base estudios "sumamente conservadores", por no decir "irreales" acerca del crecimiento poblacional en el Distrito Federal, algo nada extraño durante el sexenio de Díaz Ordaz, cuando muchos preferían omitir en los proyectos los datos negros que opacaran el brillo institucional (¿habrá terminado esa costumbre?).

Lo malo es que para mediados de la década de los 70, nuevos estudios advertían de una sobrecarga de más de 70% en el Sistema de Transporte Colectivo Metro, el cual con los 537 vagones que contaba en ese entonces, tenía una capacidad para dar servicio a un millón 200 mil usuarios diarios, cifra que llegaba hasta 2 millones 100 mil en los días de mayor actividad.

Con la cultura de las estadísticas bien afianzada al gusto popular, se supo que la capacidad normal de un tren era para mil 530 pasajeros; no obstante, en las horas pico tenía que soportar más de 2 mil 700, lo que significaba una cifra de 300 usuarios para cada vagón, concebidos originalmente para un máximo de 170.

Por esa misma época se popularizó el mote de la "antesala del infierno" para la estación del metro Pino Suárez, conectada con las líneas 1 y 2. Los urbanistas afirmaban que hasta medio millón de personas cruzaban por ahí diariamente convirtiendo a las temperaturas de más de 20 grados en el estándar, a los empujones en una necesidad y al oxígeno en un lujo.

Ya mejor ni hablar de las estadísticas actuales y de la saturación y los rezagos en nuestro transporte público... como dice mi perico Arafat: "¡Ya pa`qué!".

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