Más que una estafa muy bien elaborada o un casino para los humildes, los cronistas de antaño describían a las carpas de lotería popular como espacios terapéuticos para aquellos que no podían pagar un siquiatra y como un templo de esperanza para esos desarrapados que, tras haber perdido decenas de centavos, un buen día los bendecían los números con dos o tres pesitos, suficientes para renovar su fe en la existencia.

Desde finales de la segunda década del siglo XX, las loterías callejeras comenzaban a ganar adeptos entre los parroquianos de los distintos barrios, pero sería hasta 1933 cuando su auge llegaría al punto máximo, logrando reunir hasta ocho mil personas por día.

Desde las 10 de la mañana y hasta las dos de la madrugada, las carpas repartían sus planillas, con frijolitos y garbanzos, y el gritón de los números se desgañitaba durante horas, tomando un descanso sólo para remojar la garganta con un pulque de contrabando.

En los mercados de San Juan de Dios, Dos de Abril, Hidalgo, Martínez de la Torre, Bartolomé de las Casas y San Lucas; además de Villa Madero, Tacubaya, Garibaldi y en la Plaza del Estudiante, las carpas de lotería recibían durante todo el día a amas de casa, obreros, maestros, teporochitos, soldados de permiso e incluso tamarindos.

Con mesas largas y bancos donde cabían hasta 10 parroquianos en una sentada, estos establecimientos reunían en una sola sesión entre 100 y 300 personas, con ganancias de hasta 120 pesos por hora, ¡de aquéllos! Por esos tiempos, un reportero que solía escribir sus textos en primera persona y que visitó la carpa del mercado de Martínez de la Torre escribió: "La barraca está pletórica, un borrachín de ojos llorosos como los de un perro chihuahueño me hace lugar. Quedo cerca de una respetable madre de familia cuyo cariño por su hijo se comprueba con la circunstancia de que lo tiene junto a ella, pegado a las faldas, mientras anota con granos de maíz los números y figuras que van saliendo. El hijo, imposibilitado para jugar, va repasando sus conocimientos de lectura con un letrero pegado en la carpa y escrito con extraño caló tauresco que dice así: `Los sábados, a las 9:15 PM, extra de 400 tablas, o sea, cien mamertos distribuidos en siete premios; a las 11 PM, 300 tablas extras de 10 centavos, o sea, 30 charros en siete premios, cerrando nuestro programa con el del sábado a las 12 de la noche con una gratis de 400 tablas, o sea, 40 charros para su bolsa libres de polvo y paja; ¡así tratamos a nuestra distinguida y numerosa clientela!".

La atracción de la lotería callejera llegó a tal punto, que incluso doctores y oficinistas dejaban recado en sus despachos y consultorios para que "los buscasen en la carpa más cercana si había algún pendiente". Incluso los funcionarios e inspectores que recibían su "mordida" por otorgar los permisos y hacerse de la vista gorda, no podían resistir una sesión de juego de vez en cuando, perdiendo parte de sus "honradas" ganancias.

Con el tiempo, la costumbre de las loterías callejeras se fue perdiendo. Muchos vinculan su decadencia con la aparición de los gánsteres que comenzaron a controlar el juego clandestino desde principios de los 40 y que introdujeron transas para ganar el 100% en cada sesión de tablas.

La trampa consistía en introducir a varios paleros en las mesas con el previo arreglo de sus cartones, para que fuesen los primeros en gritar: "¡Lotería!", ahorrando a la casa el disgusto de pagar premios.

Poco a poco los parroquianos se fueron aburriendo de no ganar ni una tabla y de que siempre fuese el mismo grupito de changos los "suertudos" que llenaban sus cartones.

En 1946 un parroquiano pasado de alcoholes y de armas tomar, se dio cuenta del engaño al encontrar a varios paleros reunidos a sólo unas cuadras de una carpa y perdió su libertad al convertir en difunto a uno de ellos.

Al conocerse la noticia, resultó ser el golpe de gracia para las desprestigiadas carpas. De esos tiempos cuando tenían ocho mil personas diarias, pasaron a ser visitadas por unas cuantas moscas y algunos "gutierritos" despistados. En cuanto a los gritones adolescentes que eran heraldos de la buena o mala fortuna, más de uno se institucionalizó y se puso el uniforme para ser parte de las huestes del gran negocio del Premio Mayor, pero esa es otra historia.

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