Según el dicho de un amigo con gran experiencia en el negocio inmobiliario, un edificio comienza a perder su plusvalía, y la decadencia se apodera de su entorno, cuando a algún vecino se le ocurre poner a secar ropa en algún improvisado tendedero de la ventana o el balcón.

La ropa tendida ha sido durante siglos parte del paisaje urbano de nuestra gran ciudad, mostrando para muchos el rostro humano de los barrios, así como el paso de las décadas. No era lo mismo la época en que se colgaban los corsés y calzones de manta, a los tiempos en que los tendederos comenzaron a llenarse de camisetas con logos americanos y telas sintéticas.

Bien dice el refrán que “no es conveniente sacar los trapitos al sol”, pero ya desde el siglo XIX algunos cronistas apuntaban la necesidad de “hacer algo contra esas carpas de garras remendadas que se formaban con las prendas de los humildes y que vulgarizaban el paisaje de la capital”.

Durante los sexenios de Miguel Alemán y Adolfo López Mateos, se edificaron grandes conjuntos habitacionales y el tema de los tendederos se complicó más, generando varias disputas entre vecinos.

El viejo tema de la fealdad de la ropa colgada volvió a surgir cuando algunos colonos pusieron a secar, en las ventanas de sus departamentos, desde faldas, pantalones y camisas, hasta ropa interior.

A veces, cual panales de abejas, los grandes edificios asemejaban un gigantesco árbol de navidad con adornos de valencianas, calcetines, brasieres y uno que otro par de cacles pasado por el jabón. A mediados de los años 70, en unidades habitacionales que eran un ejemplo de orden, como La Independencia, los indignados vecinos comisionaron a un representante por cada edificio para que no permitiera que algún conchudo colgara sus trapos cual ondulantes banderas de decadencia.

El tema de los tendederos se tornó delicado y podía iniciar en un santiamén el deterioro de la convivencia. En cuanto a quién tenía la razón, era algo complicado de establecer. Nunca faltaba el vecino de edad madura que alegaba no poder subir a la azotea por su artritis o la señora persignada que se quejaba de que sus hijos no tenían por qué estar viendo prendas íntimas femeninas al regresar de la escuela, un cuento de nunca acabar que deberían tomar en cuenta los jóvenes arquitectos, empeñados en suprimir las jaulas de las azoteas. ¡Sólo 5% de los mexicanos cuenta con secadora!

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