Cuenta la leyenda que si uno tocaba la melena de un león disecado en la Lagunilla regresaban las fuerzas; otros decían que hasta los cobardes se convertían en valientes.
Hasta los años 70, cuando este columnista no era más que un imberbe mocoso que coleccionaba juguetes de Star Wars, la leyenda del León de la Lagunilla, se mencionaba todavía en alguna tertulia familiar e incluso entre los antiguos mercaderes de aquel barrio.
Contaban que con sólo tocar su melena cualquier parroquiano podía experimentar lo que Hércules con su coraza. El ánimo y las fuerzas regresaban, los cobardes se convertían en valientes, los mandilones en gandallas. Pero, sobre todo, aquel león disecado atraía la buena suerte para cualquier asunto monetario, amoroso o relacionado con la baraja, ruleta, gallos, dominó o similares.
Ubicado durante años afuera de una tienda ubicada a unos metros de la esquina de Colombia, muchas leyendas se tejieron en torno al origen de aquel animal, otrora pesadilla de las extensas sabanas, y después ícono relleno de aserrín de una de las urbes más surrealistas que hayan existido… la nuestra.
Algunos cronistas de los años 30 mencionaron en algún párrafo al despeinado león, el cual se convirtió en objeto de culto para los pájaros de cuenta del barrio. Cada vez que algún compadre iba decidido a buscar pleito, había una parada obligada afuera de la tienda para rascarle la melena al felino.
Se dice que el león de los deseos llegó al barrio después del menaje de algunas de las mansiones de la familia Lascurain, otrora dueños de las haciendas que se convirtieron en colonias como la Roma.
En otra versión, se afirma que el león estuvo alguna vez vivito y coleando en un circo manejado a principios del siglo XX por un extranjero que intentó infructuosamente competir con la compañía Orrín. El animal murió debido al trato inhumano de sus entrenadores, y para que no todo fuera pérdida, el dueño lo mando con un taxidermista y lo vendió a un restaurante de carnes (al estilo del regiomontano Rey del cabrito), mismo que al quebrar, fue embargado por sus acreedores, entre ellos un familiar del dueño de la tienducha.
Se cuenta incluso que algunos parroquianos comenzaron a arrancarle disimuladamente pedazos de melena, y también que años después ante el clamor general de la barriada por evitar que se retirara al animal, su dueño optó por peluquearlo, lo cual desilusionó a muchos. A diferencia de la foto que hoy presentamos en este espacio, captada en 1935 por el legendario Manuel Álvarez Bravo, en sus últimos días afuera de la tienda ya no hubo más sobadas a su casi inexistente melena, y de aquellos milagros concedidos ya nadie se acordaba.
No es difícil imaginar el último destino de aquella botarga que por un tiempo formó parte del pensamiento mágico y los mitos de nuestra cruel y gloriosa ciudad de México.
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