Era viernes de quincena, hora pico, una multitud de oficinistas, turistas y paseantes caminaban con sus cubrebocas por avenida Reforma. Yo tenía que llegar a una última cita y para colmo a mi celular se le había acabado la pila.
Sin poder entrar a una de las conocidas aplicaciones como Uber o Didi, decidí probar suerte en un sitio tradicional de taxis ubicado muy cerca de un centro comercial.
De inmediato me vi transportado al pasado ante tal muestra de clichés, aquello parecía el último islote con los sobrevivientes de quienes fueron los amos del transporte en los años setenta, ochenta, noventa y hasta hace tan sólo cinco años.
Choferes con cabello engominado estacionados en fila y charlando con sonoras carcajadas, algunos luciendo camisas con colores estridentes y pulseras doradas con gafas oscuras del mismo tono estilo aviador. Uno de ellos incluso lucía un diente de oro que parecía deslumbrar cada vez que sonreía.
Conocedor de sus mañas, revisé instintivamente mi cartera para ver si traía el suficiente dinero para el posible descontón que seguramente se avecinaba. En el mundo análogo de aquellos veteranos de la ruleteada, todo es a ojo de buen cubero, cualquier cosa puede influir en la valuación de sus servicios, desde la hora, el clima o que le pasen revista al pasajero y vean que tiene ropa de marca.
-¿Para donde va joven?- preguntó el taxista que se encontraba hasta adelante de la fila. –A la Roma- respondí-
Con el fondo de la voz de José José, cantando Volcán, que se escuchaba en una estación que tiene como imagen un fonógrafo, el taxista miró hacia el cielo por un segundo como pidiendo consejo a las nubes. luego me miró y me dijo: -Le cobro doscientos... o si prefiere, lo que marque más 90 pesos.
Decidí pagar, como si pagara el cover por entrar a un lugar vintage que está a punto de desaparecer. A bordo de la unidad, con el conocido aroma de las láminas del vainillino para autos, continué escuchando más canciones de José José.
Recordé cuando hace varios años numerosos lectores me escribieron para narrarme sus malas experiencias a bordo de taxis en tiempos A.U. (Antes de Uber) y decidí ordenar sus correos según el caso. Al googlearlos sentí la nostalgia de aquel pasado.
Con casi 50 correos, los lectores odiaban que los taxistas circularan ilegalmente sin taxímetro, recibiendo al usuario con la mañosa frase: ¿Cuánto le han cobrado?
En segundo lugar, el rechazo a los taxistas que seguían “ruta de pesero”, dejando que el usuario se suba a la unidad para preguntarle a donde va, y en caso de que el rumbo no les guste, decir: “Ya no me da tiempo, tengo que entregar el carro” o “Acabo de andar por allá y hay mucho tráfico, usted disculpe”.
Circular con la bandera encendida mientras había pasaje a bordo, sobre todo en época de lluvias, provocando que se les haga la parada una y otra vez.
Utilizar la sobada maña del ¿no trae cambio? Para después hurgar en el monedero y entregar menos dinero con la preguntita ¿le quedo a deber cinco pesitos?
Con casi 60 correos, nuestros lectores mencionaban lo desagradable que era subir a una unidad con la música a todo volumen, o peor aún, con el programa en turno de chismes de las estrellas.
Con más de 100 correos, que el taxista encendiera un cigarrillo y hasta la tercera bocanada pregunte al pasajero con una mirada cínica ¿Le molesta el humo?
Que el taxista actuara de forma sospechosa, no cuidara su aseo personal, informara a terceros por radio o celular sobre el destino al cual se dirigía, cambiara repentinamente de ruta, sobre todo a altas horas de la noche, decorara su unidad con estampitas de balazos o mantuviera el coche en penumbras con la luz morada del típico frasco de crema Nivea.
Qué el taxista establezca una charla excesiva en la que preguntaba datos personales al pasajero, lo interrogara sobre sus costumbres, gustos, afinidades políticas y deportivas, cual si estuviera realizando un examen de sociología.
Y aunque quedaron muchos más puntos en el tintero, que en épocas de frío, lluvia, a tempranas horas de la mañana o altas horas de la noche, el taxista mantuviera su ventanilla izquierda totalmente abierta, sin percatarse de que todo el aire golpea al pasajero en la parte de atrás. Algunos lectores propusieron castigar a estos especímenes, colocándolos en los asientos traseros de sus coches y darles una vueltecita a 100 por hora por el Nevado de Toluca ¡a ver si así aprenden!
Después de leer aquellos comentarios del pasado, continué disfrutando del carísimo paseo, como si me transportara un dinosaurio... un espécimen del pasado que labró con pulso su propia extinción.
Twitter: @homerobazan40