Recuerdo que en la secundaria todos temíamos a la subdirectora cual si se tratara de la encarnación misma de Torquemada, el inquisidor. No existía cosa que no censurara, desde los partidos de beisbol a la hora de recreo, hasta cualquier vestimenta escandalosa, llámese una playera de Iron Maiden en muchachos o unas pulseras fosforescentes en alumnas.

Pero ¡oh, sorpresa!, cada vez que llegaba el mes de diciembre , aquella decana se transformaba en la persona más amable y solapadora; el mes de diciembre era el responsable directo de que dejara atrás sus más arraigadas costumbres, cual si respirara embriagantes vientos opiáceos con olor a pino, castañas y rompope.

Con el tiempo descubrí que aquel fenómeno no era exclusivo de la escuela y se extendía a todas partes. El oficinista huraño, quien durante todo el año apenas si les dirigía la palabra a sus compañeros, de pronto se convertía en el más amable y saludador del edificio, mostrando una sonrisa de oreja a oreja que levantaba sustos en sus compañeros.

De igual manera la secretaria víbora, quien no dudaba en propagar cualquier clase de chisme o entorpecer cualquier trámite que requiriera la firma del jefe, como por arte de magia se volvía la más discreta confidente y en la justiciera de las causas perdidas.

El miedo de no figurar en la lista del intercambio de regalos o no ser invitado al brindis de fin de año era la mejor inspiración para transformar a aquellos seres grises y despreciados en verdaderos portentos de compañerismo.

Transformaciones que sorprendían a propios y extraños al llegar tan repentinamente como una ola de aire cálido en invierno. Sin embargo, algunos sabían que esa embriaguez de amabilidad sólo duraría los días que la oficina tardara en entrar de vacaciones y se cumplieran todos los protocolos festivos, porque a principios de enero las viejas mañas, los tonos golpeados y las caras toscas regresarían de manera tan fácil como fueron ocultadas.

Por ello, los oficinistas veteranos se cuidaban de no contar confidencias, sabedores de que árbol que crece torcido jamás su tronco endereza.

Pero había otras transformaciones decembrinas, aquellas relacionadas con la fiesta, el aguinaldo y por supuesto, con las mieles del dios Baco, quien en esta temporada tomaba por víctimas a los gutierritos más abstemios.

Aquel timidón que les sacaba la vuelta a las guapas de la oficina, el día de la comida anual, al calor de las copas y el bailongo, sacaba lo Mauricio Garcés y hasta hacía gala de sus dotes de seductor, alternando hasta con dos o tres para tupirle al raspadito.

También la archivista de la vela perpetua, aquella que durante todo el año usaba atuendos de madre superiora y zapatos parecidos a los de la Bruja del Oeste, del mago de Oz, se aparecía en el brindis con tremendo atuendo y pose fatal a la María Félix, que hacían lamentarse a más de uno por no haberle cedido el paso en el ascensor.

Pero la transformación más común entre la fauna chilanga era la del “ricachón de los 15 días”. Aquel compañero agarrado que durante todo el año pagaba a cuentagotas sus comidas o que guardaba las colillas de cigarros “para después”, de pronto sorprendía a todos invitando una o varias rondas y hasta se quitaba la mala fama costeando, cual ángel guardián, el taxi del fulano pasado de alcoholes. Y así, al menos por unos días, el hechizo decembrino convertía a los capitalinos en aquello que deseaban ser o lo que otros querían que fuesen, sólo para que la cuesta de enero, cual cubetada aguafiestas, mostrara que, en linderos terrenales, los cuentos de hadas duran poco y que el hombre es en realidad un animal de costumbres al que poco importan los propósitos lanzados al calor de posadas, fiestas, música, luces y abrazos tan fraternales como efímeros.

Y por supuesto, aquella subdirectora regresaba todavía más regañona y estricta cuando terminaban las fiestas, lanzando reportes a diestra y siniestra. Muchas camisetas, casetes y estoperoles de Heavy Metal nos costaron sus retornos con la resaca de las fiestas.

Pero ya lo decía mi abuela: Seguramente hasta Scrooge volvió a ser el avaro de siempre al llegar enero, quienes no son mulas todo el año, no necesitan de llamaradas de petate.

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