Antaño, los comerciantes del Centro Histórico sabían que para ganar el aguinaldo del cliente en las primeras dos semanas de diciembre era necesaria la seducción a través de la vista.
Según se cuenta en un artículo de 1943 de la desaparecida revista Presente, desde los primeros días comenzaban a aparecer en las vitrinas del primer cuadro los motivos navideños y esferitas que anticipaban la desplumada de último mes y que atraían a los parroquianos ilusos, igual que la luz violeta a las moscas bartolas.
No importaba cuál fuera su rubro, las tiendas pequeñas o grandes, los almacenes y emporios departamentales se peleaban desde la víspera de las posadas a esos capitalinos que caían en la ilusión de que eran ricos por contar con un dinerito extra y que paseaban por las calles del Centro igual que un marinero babalucas recién llegado a puerto.
Sabedores de que la embriagadora alegría del espíritu navideño era el mejor gancho para las compras incidentales o impulsivas, los comerciantes utilizaban luces, ponían guapas maniquís enseñando unas piernas “de a millón”, colgaban angelitos musicales, armaban pequeñas ciudades con trenecitos para atraer a los chamacos, instalaban monos mecánicos de santacloses, duendes, renos, y si hubieran podido, a la Divina Gracia parada de manos vestida con finos atavíos de temporada.
Desde tiempos porfirianos, las modas y artículos europeos dirigidos a esas clases pudientes que asistían a los conciertos decembrinos en la Alameda eran expuestos en suntuosos escaparates que solían levantar suspiros entre los compadres que aún calzaban huaraches y que pasaban cual “polizontes no invitados” por las aceras con negocios elegantes, mirando de reojo aquellas escenografías del México que se encontraba tan cerca de su vista y tan lejano de su realidad.
Con la llegada de las grandes tiendas y sus ejércitos de decoradores profesionales, los dueños de muchos pequeños comercios se dieron cuenta de que ya no era conveniente dejar el delicado encargo de adornar la vitrina a la escasa creatividad de sus dependientas y comenzaron a contratar gente que sabía de esos menesteres.
Del algodón y el papel de china, muchos escaparates pasaron rápidamente a lujosos materiales dignos de una escenografía teatral; incluso, como nos asegura el amable lector Eduardo Cohen, los comerciantes se valían de muchos trucos para llamar la atención, entre ellos recuerda uno muy efectivo que solía utilizar su tío-abuelo, quien solía encargar (previo acuerdo) a una guapa dependienta, de preferencia con ropa sexy, que saliera varias veces durante el día a la vitrina a acomodar algunos artículos. ¡Ah como llovían los mirones!, afirma don Eduardo, quien recuerda cómo, pasado el show, muchos de los fisgones se convertían en clientes potenciales.
Curiosamente no fue durante el porfiriato, sino en la década de los 30, cuando la estricta moral que prevalecía entre la mayoría católica comenzaría a condenar cualquier expresión en la que se mostrara el cuerpo humano de forma escandalosa.
Aquello afectaría también a los escaparates, particularmente a esos que exhibían cada temporada lo último en modas femeninas traídas del extranjero. Debido a que, en los constantes cambios de ropa, las seductoras muñecas de yeso dejaban al descubierto su generosa anatomía, la autoridad determinó que dichos cambios debían hacerse en horas no muy concurridas, es decir antes de que cantara el gallo o a las horas en que maullaban los gatos.
En todo caso, si por descuido o rebeldía algún dueño de negocio dejaba a una maniquí desnuda en su escaparate por un largo rato, no tardaba en llegar el polizonte santurrón a pedirle con cachiporra en mano que la cubriera con una sábana. De hecho, el maestro Álvarez Bravo, en sus conocidas series fotográficas sobre escaparates, inmortalizó a algunas descaradas monigotas que tuvieron que ser aplacadas con un improvisado vestido de percal para que no exhibieran sus encantos.
La lectora Sophie Moreuil recuerda que cuando recién llegó a México proveniente de Francia con sus padres en la década de los 50, uno de sus placeres como extranjeros era recorrer los escaparates del Centro. Un día, recuerda la señora Sophie, a su madre le gustó tanto la estrella de Belén de una vitrina que su padre negoció con el dueño para obtenerla, y hoy, a más de cinco décadas, aún la conserva como un tesoro familiar y ocupa el lugar de honor en su árbol de Navidad.
Lástima que el gancho de los escaparates en el Centro ha sido transformado hoy por la música estridente y los gritos de los pregoneros, que alejan a cuatro de cada cinco posibles clientes, urge cambiar su sistema de marketing señores comerciantes.
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