Ahora con la famosa serie de Paco Stanley todos los que vivimos en esa época recordamos la facilidad con la que las autoridades otorgaban charolas y armas legales a toda persona influyente que las solicitara.

En años pasados los incidentes con el “gentleman de las Lomas”, las “ladies de Polanco” y la Roma y la princesa que ocasiono el caso “Lady Profeco”, junto con otros tantos más, recordé cuando en el México de los años 70, 80 y 90 esas mencionadas “charolas” enmarcaron un incidente del que fui testigo.

Me encontraba en el estacionamiento de un conocido centro comercial cuando llegó, derrapando llanta, un lujoso automóvil seguido por una patrulla.

Al parecer el conductor del vehículo se había pasado varios altos y al ser perseguido por los policías, decidió meterse a aquella plaza para burlarlos, sin embargo, los susodichos, en su afán de conseguir una buena “mordida”, lo siguieron sin reparos.

Cuando comenzó a acalorarse la discusión y salieron a cuento las amenazas de remitirlo a la delegación, el conductor sacó una “charola”, supuestamente otorgada por la oficina para la que colaboraba en la Cámara de Diputados.

Tras inspeccionar la credencial, los “mordelones” bajaron el tono y optaron por la vía rápida, pasarle la libreta de multas para que introdujera algunos billetes de “propina”.

Yo ignoraba que aquellas famosas charolas estuvieron de regreso en la cultura capitalina justo en la época del mencionado Paco Stanley. Su finalidad siempre fue la misma, amedrentar cualquier multa o correctivo, teniendo la firma y sello de un alto mandamás, quien en una leyenda pedía a los guardianes del orden otorgar todas las facilidades al portador.

Por supuesto, quienes tenían una charola en esos años se sentían más que semidioses sobre la madre tierra y con derecho a hacer y deshacer en cualquier rincón de la urbe, aquella credencial laminada en tonos dorados era la responsable de que su bravuconería y despotismo no midiera límites.

Aunque nunca hubo gran difusión por parte de los periódicos acerca de la expedición de “charolas”, su fama se corrió de voz en voz, igual que las historias macabras que, aunque parecían cuento chino, tenían algo de verdad.

A los pocos meses de que la modalidad se instauró, el portar una “charola” se convirtió en símbolo de estatus e inició el negocio de muchos falsificadores, así como de servidores públicos que por una módica suma, conseguían algunas para sus amigos, familiares y vecinos.

En muy poco tiempo, los periódicos comenzaron a publicar los primeros incidentes en la vía pública, en cantinas y centros nocturnos, así como arrestos amedrentados por el uso de la charola, en los que estaban involucrados tanto empleados de gobierno como ciudadanos comunes sin ningún vínculo con las instancias públicas.

Entre las anécdotas más memorables en la que estuvo involucrada una “charola”, es famosa en el medio periodístico la de un columnista político que, en los años 70, en pleno portillismo, fue detenido por dos patrulleros en avenida Paseo de la Reforma, un poco antes de llegar a la zona de periódicos de Bucareli.

Tras verificar el aliento alcohólico del susodicho, los policías se dispusieron a “morderlo” con saña, mas no contaban con que el fulano portaba una charola de alta jerarquía, de esas con sello metálico y en relieve que el mismísimo “Negro” Durazo solía obsequiar a su grupito de confianza. Dicen las malas lenguas que hasta para amortiguar difuntos servían.

Los polizontes rápidamente se cuadraron, pidiendo una disculpa al periodista, pero éste no quedó muy satisfecho, y envalentonado por las copas, les pidió que además lo contentaran con parte de su raya del día.

Por supuesto, el incidente quedó registrado en los anales de la memoria capitalina como la primera vez en que los “mordelones” resultaban “mordidos”.

Quizá esta fue una de las razones por la que las charolas de alta jerarquía fueron sacadas del mercado y se convirtieron en venta de plazas fantasma… aunque ese es tema para otro cantar.

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