Igual que los capitalinos a quienes las recientes lluvias han tomado desprevenidos, la humedad ha sido siempre el marco para las escenas más artísticas, chistosas y tradicionales de nuestra urbe. Los periódicos se transformaban en paraguas, los abrigos en protectores improvisados del pelambre, y el impermeable de bolsa, ofrecidos por algún compadre vivales, salvaron a más de uno de un catarro seguro.
Cuando la lluvia llegaba, sólo unos cuantos precavidos, esos con alma de notario público que desde niños aprendieron que más valía adelantarse a las sorpresas que caer en lamentaciones, sacaban su paraguas e impermeable y transitaban muy orondos en medio de una turba de correlones que no disimulaban su desprecio hacia el que les echaba en cara sus olvidos.
Sin embargo, cada lluvia torrencial o “aguacero llamarada de petate”, no siempre fueron tan llevaderos, sobre todo a finales del siglo XIX cuando existían pocos materiales impermeables y hasta los tradicionales tianguis eran víctimas del clima cuando el desgaste de sus techos de tela encerada dejaba pasar el agua hacia sus mercancías.
En muchos negocios establecidos, por lo general predios construidos con base en el ingenio mexicano de algún “maistro” albañil y que no cumplían con especificaciones arquitectónicas básicas, los charcos solían asentarse afuera y en el interior, convirtiendo a los comerciantes (al igual que los marineros náufragos) en los mejores amigos de la palangana.
Curiosamente la colocación de toldos y techos en las entradas de los locales no fue tan rápida como se piensa, y todavía a principios del siglo XX los changarros seguían recibiendo a la lluvia como a una clienta constante, todo esto aunado a que la escasa pavimentación de las colonias alejadas del primer cuadro, convertía a las entradas en verdaderas arenas movedizas.
Antes de que los terregales fueran cubiertos por la urbanización, algunas calles como la de Zuleta se hicieron famosas por ser auténticos lodazales en tiempos de lluvia. Un cronista escribió sobre un local ubicado en este sitio: “Si visita el café Morán, sus zapatos se convertirán en bolillos de tierra, pero probará los mejores pasteles”.
Debido a que los paraguas fueron introducidos a nuestro país por las firmas americanas, en un principio sólo los catrines “pesudos” podían adquirirlos, convirtiéndolos en un símbolo de estatus que a la larga terminó por reemplazar al bastón.
No obstante, muy pronto aparecieron versiones nacionales que se vendían hasta por la mitad del precio y que democratizaron este utensilio para las clases no pudientes.
Los choques de paraguas en las pequeñas aceras se convirtieron en la torpe y bella coreografía que caracterizó a las grandes urbes cuando los cielos se tornaban grises. Algunos hasta afirman que los tumultos de paraguas durante los aguaceros fueron en parte los responsables de la ampliación de nuestras calles.
Los cafés elegantes cercanos al Zócalo contaban con un pequeño vestíbulo y unas barras para poner los paraguas a secar, otros pusieron de moda al valet que recibía con este utensilio a los clientes que llegaban en automóvil.
Aunque la superstición de no abrir en interiores los paraguas se inició en la vieja Europa, se dice que a causa de esos pequeños vestíbulos de tiempos porfirianos fue adoptada también en nuestro país. En épocas de lluvia no faltaba el catrín que entraba a dichos establecimientos con todo y su armatoste, haciendo peligrar los “oclayos” de quienes también aguardaban por una mesa.
Entre los paraguas improvisados que se hicieron famosos en el gremio de periodistas, se recuerda el utilizado por nuestro estimado colega Guillermino “el robot” González, quien a mediados de los años setenta, durante un mitin político al aire libre (y que fue coronado por la lluvia) compró en una tienda de abarrotes una gran caja de huevo. Tras hacerle un agujero para sacar el objetivo de la cámara, nuestro compañero avanzó entre la multitud cual robot de la serie “Perdidos e el espacio” para retratar al bocón en turno que no dejaba de marear a los borregos... ¡bendito ingenio nacional!
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