Los otrora cronistas y escritores de la ciudad contaban siempre con una fuente infalible para obtener relatos e historias acerca de las intimidades de muchos capitalinos y sus sinsabores en el trajín cotidiano.

El reinado de los tranvías se extendió desde 1900 a 1952 en la ciudad de México. Muchas han sido las historias que se han narrado y que en otras ocasiones hemos incluido aquí acerca de sus pintorescos recorridos y sus rutas por las colonias más viejas de la capital.

Pero pocos conocen la otra cara de esos vehículos que al igual que carruajes donde cabían todas las alegrías y tristezas de la naturaleza humana, se convirtieron gracias a sus conductores en el lugar recurrente y siempre infalible para esos cazadores de historias y que durante muchas décadas alimentaron las páginas de periódicos, gacetillas y revistas, a veces hasta con nombres y referencias personales que fueron motivo de bochornosos incidentes.

A diferencia del diván del siquiatra con pipa y albornoz que escucha bajo “secreto profesional” las intimidades de cualquier parroquiano, los conductores de tranvía no tenían empacho en narrar las indiscreciones de sus anónimos pasajeros, sobre todo si el reportero Cayetano o el escritor Juan Teclas les invitaban una copita en la cantina “La lengua suelta” al término de su dura jornada.

Historias como aquella de la viuda alegre, el gutierritos regañado, el oficinista lambiscón, el sindicalista gangster, el maestro borrachín, el abarrotero ambicioso, la costurera martir, el obrero malpagado, el tamarindo mordelón, el boticario enamorado y la secre rompecorazones, llenaron muchas crónicas citadinas y entretuvieron las tardes de miles de lectores, quienes sólo en contadas ocasiones se preguntaban ¿De donde sacará tantas historias este chango argüendero?

Por supuesto el responsable de difundir aquellas intimidades permanecía anónimo y con su disfraz de caralarga detrás de los controles del tranvía; eso sí, inclinándose de vez en cuando hacia su derecha o izquierda y parando la oreja cual coyote para no perder el hilo de la anécdota.

La mayoría de los usuarios jamás se enteraron del alto precio de ocupar aquella banca transversal y contar sus vivencias en voz alta, y por supuesto, jamás sospecharon de aquel señor de gorra, cuya seriedad escondía a una “doña de lavadero”, o bien un “vampiro de vidas ajenas

Algunas fotografías famosas como aquella de los citadinos amontonados y en franca chorcha, mientras el chofer esboza una ironica sonrisa, o esa imagen de las damas con sombrero que ignoran que junto a ellas se encuentra un entrometido escucha, fueron imágenes que capturaron infraganti a aquellos conductores, que si bien no vacilaban en jugar al “teléfono descompuesto”, también es cierto que cumplieron una valiosa “labor” de informantes para aquellos que en las letras plasman vidas como metáforas.

Muchos periódicos capitalinos incluyeron columnas y crónicas semanales acerca de esas historias de lágrimas y risas que más tarde con la aparición de la “caja obtusa” serían adaptadas para mantener en la lela a millones; eso si, la secretaria pasó a ser una jorobada y el boticario un próspero empresario peinado con limón. ¿Será que hace falta más inspiración? ¿Porqué no entrevistar hoy en día a los choferes de Uber o Didi para escribir una columna y una serie de terror?

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