Se cumplen 132 años de la creación y aparición de las legendarias ruleteras en el Distrito Federal y más de 100 de su desaparición. Durante tres décadas, estos antecesores de las peseras vivieron su época de oro y dieron servicio a miles de capitalinos.
No eran muy rápidos o mucho menos cómodos, sobre todo si se tomaba en cuenta que sólo un tercio de la ciudad estaba debidamente pavimentado; no obstante, su utilidad radicaba en que podían circular por las vías instaladas en calles estrechas y llegar hasta recónditas colonias aún no bendecidas por el dedo urbanizador de los programas gubernamentales.
Aunque existen muchas fotografías donde se aprecia cómo la mayoría de los carruajes servía únicamente a las clases acomodadas del Distrito Federal, las ruleteras fueron siempre conocidas por ser un transporte para las personas humildes.
En las terminales cercanas al Portal de Mercaderes, los parroquianos llegaban a las cinco de la mañana para encontrar un lugar vacío, o de plano hacer malabares y con el permiso del chofer ocupar un lugar en el sacrosanto techo.
Muchos dueños de fábricas que por esos tiempos operaban dentro la capital, sabían de la importancia de dichos vehículos para garantizar la puntualidad y asistencia de su fuerza laboral. Incluso ejercieron su influencia con funcionarios para que los carruajes mantuvieran sus rutas, aun con la progresiva entrada de los automotores.
Fue así como el último estertor de estos vehículos tuvo lugar en los primeros años del siglo XX. En las cabinas de cada ruletera cabían hasta nueve pasajeros apretujados, junto con bultos de mercancías.
En el techo se colocaban los paquetes grandes a la manera de una diligencia del viejo oeste, y por supuesto no faltaba el platicador que se iba junto al conductor todo el trayecto.
Por aquellos tiempos, los últimos choferes de ruleteras organizaron uniones para contrarrestar abusos laborales y exigir mayores derechos en cuanto a servicios de salud y prestaciones para sus familias. Muchos de ellos vivieron a su vez la transición del transporte y supieron lo que fue conducir más tarde un gran camión o trolebús, teniendo un puesto de confianza en las filas del posterior Departamento del Distrito Federal.
Los cronistas de antaño describieron el humor y la insólita experiencia de abordar estos vehículos. Algún folleto de viajes para extranjeros los recomendaba incluso como parte del recorrido para “conocer la gracia y simpatía del pueblo mexicano”. Sin embargo, tras varios años de fiel servicio aquellas unidades comenzaron a desencajar en el rápido trajín de la ciudad, ahora repleta de autos americanos y camioncillos de banca, y aunque hubo un programa para mantenerlas como atracción turística, el constante retraso que provocaban en el tránsito, terminó por confinarlas al limbo del recuerdo.