Al igual que hoy en día con el Turibús, mejor conocido como “el horno de los güeritos”, durante el siglo XIX el negocio de los paseos turísticos ya había sentado sus reales en las principales rutas urbanas, sobre todo dirigido a aquellos visitantes que deseaban conocer aquel México salvaje, a veces injustamente retratado por los cronistas europeos.

Más de nueve casas de alquiler de carruajes se disputaban en aquel tiempo la clientela de más de 2 mil visitantes extranjeros que llegaban anualmente al valle de México, eso sin contar las familias de provincia que arribaban a buscar oportunidades.

Para 1912, cuando concluyeron las concesiones para las carrocerías manejadas por los empresarios Carlos Franco y Antonio Bananelli, nuestra urbe ya contaba con más de 200 mil personas.

Muchos coinciden en que ese mismo año se inauguró (al menos con desfachatez pública) una de las más arraigadas prácticas nacionales, consistente en el compadrazgo, el tráfico de influencias y en borrar la línea entre los intereses políticos y empresariales.

Una vez liberadas las mencionadas concesiones, se otorgó el monopolio de las carrocerías de la ciudad por orden directa del virrey Venegas a uno de sus amigos de confianza, Francisco Bustamante, quien por menos de 6 mil pesos anuales pudo servirse con la cuchara grande de un pastel que en menos de 10 meses generó ganancias por 25 mil pesos.

Aunque al principio sólo los ricachones podían darse el lujo de alquilar un carruaje tipo guayín, Bustamante se dio cuenta de que el verdadero negocio estaba en los pobres y no en los privilegiados. Después de todo (como sigue ocurriendo hoy en día) sólo el 1% de la población de la ciudad, en su mayoría familias de criollos y españoles católicos, controlaban el poder económico, y resultaba tonto despreciar los pesos de 99% de las personas pertenecientes a las clases populares que también necesitaban transportarse.

Fue así como aparecieron los carruajes colectivos donde podían viajar hasta 13 personas con toda clase de mercadería para llevarla a los diversos barrios. El chiste

también consistía en repartir las diversas unidades y las rutas de acuerdo con las necesidades de los pasajeros.

Cercanos a los muelles del canal de La Viga, también en los improvisados paraderos donde desembarcaban mercaderes provenientes de Chalco e incluso en el puerto de canoas y trajineras que antaño se encontraba a unos pasos del Palacio de Gobierno aguardaban las carrozas para llevar y traer pasajeros durante todo el día.

Cuando llegó a su fin el gobierno de la Colonia, ya existían más de 900 carruajes públicos en nuestra ciudad, gracias a la proliferación de empresas de alquiler que ni raudas ni perezosas aprovecharon la abolición del régimen colonial de privilegios corporativos y de herencia. En pocas palabras, la promesa capitalista del “sueño mexicano”, comenzaba a cobrar forma, al menos apara algunos.

Con el bajo costo de las concesiones las ganancias se hicieron también más cuantiosas, sobre todo porque más colonias aparecían cada año y había que trazar nuevas rutas. Se decía que cualquier empresario que invirtiera en el negocio de los carruajes podría cuadruplicar su fortuna en menos de cinco años.

Algunos concesionarios que se embolsaban 30 mil pesos anuales e invertían 3 mil cada 18 meses en sueldos de choferes, mantenimiento de los caballos y de las unidades, tuvieron incluso la desfachatez de solicitar al ayuntamiento que cubriera parte de estos gastos, alegando que brindaban un servicio vital a la urbe… en verdad que tiempos pasados nunca fueron mejores, al menos en México, siempre han sido lo mismo.

homerobazanlongi@gmail.com
Twitter: @homerobazan40

 

 

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