Cuando la ciudad de México se encontraba rodeada por una barda y la entrada se controlaba mediante garitas, se decía que en los parajes cercanos al portal de Mexicalzingo o en los solitarios caminos que conducían a San Agustín de las Cuevas, operaban bandas de delincuentes dedicados a robar a los comerciantes, así como a violar mujeres que tuvieran la osadía de arriesgarse en semejantes lupanares sin la compañía masculina.
Lo malo es que si alguna de ellas, después de ser víctima de una vejación, acudía con las autoridades, era tratada al mismo nivel que las llamadas “mujeres públicas” y entre líneas, al igual que hoy en día en muchos ministerios públicos, se les daba a entender que ellas habían sido las responsables de tentar la lujuria masculina con sus insinuaciones; después de todo, no era común que aquellos abusos fueran cometidos contra mujeres decentes dedicadas exclusivamente al hogar.
En pocas palabras, de acuerdo a esos conceptos (que lamentablemente se mantienen tan vigentes como hace casi dos siglos) toda aquella artesana, fritanguera, tamalera o buñolera que tuviera la necesidad de ganarse la vida para mantener a su familia, trayendo su mercancía a la ciudad en horas de riesgo, sería la culpable de su propia violación.
Aunque en fechas pasadas abordamos el tema de los polizontes gandallas que custodiaban los 19 accesos a la capital y que extorsionaban a los comerciantes cuando regresaban con las ganancias del día, omitimos para el tema de esta crónica la parte más tenebrosa de esos abusos, que consistía en obligar a las vendedoras, bajo amenaza de ser acusadas de ejercer la prostitución, a ofrecer favores sexuales a la aburrida tropa encuartelada.
Cuando en 1865, un funcionario del Consejo Superior de Sanidad llamado Aquiles Bazaine, promulgó la tolerancia de los burdeles en la ciudad de México y creo la temida Oficina de Inspección de Sanidad que era la encargada de cobrar tanto los impuestos a estos establecimientos como de llevar el control de las mujeres que ahí trabajaban, se inició toda una época de abusos en el que las violaciones a mujeres mediante el uso de poder se convirtieron en cosa de todos los días.
Seis años después, se modificó el reglamento con la Orden de Prostitución, expedida por Maximiliano, e ingenuamente (como todo lo que hizo este pobre catrín), se autorizó a la policía a encarcelar a toda mujer sospechosa de ser meretriz y que no cumpliera con su cuota a la mencionada oficina; además se permitía a los polizontes a registrar bajo
ese “rubro” a cualquier mujer que “callejeara a deshoras” o que mostrara actitudes provocadoras que incitaran a la lujuria.
Aquello bastó para que los buitres, haciendo uso de las herramientas que la ley les proporcionaba, comenzaran a hostigar a su antojo a cualquier mujer que, a causa de su origen humilde no contara con influencias para defenderse.
Igual que en una película de terror, si en alguna esquina la soldadiza se encontraban con alguna fritanguera de “buen ver”, las insinuaciones no se hacían esperar, y si la susodicha (como ocurría siempre) se negaba a cumplir sus deseos, salían a relucir las amenazas, mismas que cobraban la forma del terrorífico Registro de Mujeres Públicas, donde una vez anotado el nombre y la ocupación de la víctima, ésta debía asumir (aunque no lo fuese) su calidad de prostituta y pagar por ley un impuesto, mismo que a la larga (ante el temor de ser encarcelada) se convertía en una esclavitud sexual de tiempo completo.
Aquel era el sistema con el que muchas comerciantes honradas fueron obligadas a ceder a las peticiones de los inspectores, arriesgándose con ello a otorgar pruebas reales de que ejercían el oficio más antiguo del mundo.
En el Archivo Histórico de la Secretaría de salud, se conservan aún hoy algunos ejemplares de esos registros en los que curiosamente, además de los datos y el origen de la mujer fichada, se incluía su “oficio honrado”, mismo que en opinión de los inspectores, servía para contactar a sus clientes.
En este espacio hemos hablado de algunos de los oficios que realizaban las vendedoras del siglo XIX. A casi siglo y medio de esos absurdos reglamentos cabe preguntarse ¿cómo podía una buñolera que dedicaba la mitad del día a vender y la otra a preparar la levadura de tequesquite (trabajo de casi 10 horas) tener tiempo para ejercer la prostitución?
Sin duda una más de las injusticias que nos muestran que, al menos en nuestra ciudad, tiempos pasados nunca fueron mejores... sencillamente: iguales.