El narcotráfico no es una historia reciente en la ciudad de México, desde las primeras décadas del siglo XX ya existía un grupo especial dedicado a combatir el mercado de marihuana, opio y otras sustancias, que, por esos tiempos, ya se comercializaban en los barrios más bravos.

Los agentes del antiguo Ministerio de la ciudad, ataviados con elegantes trajes y sombreros, eran conocidos por no aceptar sobornos, además de realizar redadas y decomisos en las bodegas propiedad de traficantes. Sin embargo, en muchas boticas del centro, "medicamentos" como la cocaína, cuyos efectos ya eran bien conocidos, podían adquirirse sin receta, como quien compra un par de aspirinas.

La venta de droga en la capital, cuyo inicio se remonta a la época porfiriana, constituye uno de los capítulos más ignorados y oscuros de nuestra historia urbana, un hecho que muchos han preferido ignorar por mantener esa imagen folclórica e inocente de un pasado que también contó con muchos demonios.

Adoptaban el estilo de vestir de Eliot Ness y entonces, con sombreros a la usanza de esos años, este grupo de intocables realizaba redadas y se dedicaba a confiscar la mercancía de esos traficantes hormiga que operaban en plazas, mercados y centros nocturnos, escondiendo su mercancía en los lugares más insólitos. Había, sin embargo, amplia disposición para "negociar".

Para muchos era la prueba que el espacio en la ciudad se hacía cada vez más estrecho, convirtiendo a la convivencia entre vecinos en un verdadero reto para el manual de Carreño.

Aquellas primeras leyes establecidas en la urbe y que entre comillas estaban dirigidas al orden público, se convirtieron desde 1927 y hasta finales de los años, en el peor enemigo de esos parranderos que de lunes a viernes empinaban el codo con sus compadres y armaban sus "desmaines" en cualquier casa donde hubiera hielos, vasos y algún radio, guitarra o tocadiscos para amenizar el convivio.

Y aunque al principio muchos tacharon de excesivos aquellos reglamentos que incluían párrafos tan sutiles como las faltas a la moral en la vestimenta de las mujeres y el aliento alcohólico de los caballeros, la mayoría terminó apoyando las medidas, sobre todo cuando les tocaba el turno de tratar de conciliar el sueño, mientras una torva de borrachales amenizaba la madrugada en la casa contigua.

Tras entrar en vigor los mencionados reglamentos, se registraron casi enseguida las primeras quejas de vecinos. Por supuesto no faltaban las señoras de agrio semblante y betarros belicosos, quienes, teniendo a la ley de su lado, se vengaban de esa chusma que imitaba a los vampiros y a los gatos, viviendo de noche y maullando hasta que salía el sol.

Lo malo es que, al poco tiempo, esa misma ley que pretendía velar por la tranquilidad y derecho a roncar del capitalino medio, comenzó a mostrar su ineficacia y dio lugar a muchos injustos enfrentamientos entre gendarmes y ciudadanos.

Como los párrafos no especificaban cuales eran los convivios que representaban una afrenta al orden y se basaban únicamente en las quejas de terceros, al cabo de unos meses hasta las fiestas de 15 años y la reunión para celebrar a la abuelita se convertían en escenario del vicio y la perdición.

- Oiga tamarindo, el único alcohol que hay aquí es el del pastel envinado que trajo mi tía Gumersinda y ni modo que no pongamos música, a poco vamos a estar callados y viéndonos las caras.

-Pos es el reglamento, o nos acompaña o se pone generoso con unos "verdes del águila".

Al final los únicos ganones eran los gendarmes, quienes haciendo gala de su "añeja y conocida honradez", se dedicaban a peinar de noche las ventanas de los barrios en busca de bohemios, música y carcajadas, para después sorprender al anfitrión con su hipócrita perorata... y ay de él si presentaba aliento alcohólico en el umbral de su propia casa... algunos cronistas describieron cómo en ocasiones, los propios invitados hacían una vaquita, no para comprar más "provisiones", sino para apaciguar al chango mordelón de gorra y placa, para quien las leyes ¿representaban? su eterno agosto.

Para cuando llegaron los años 50 y las juventudes desenfrenadas retaban a sus padres con esa música "infernal" llamada rock and roll, aquella ley aguafiestas fue sacada del armario con todo y polilla, aunque claro, ese es tema para dedicarle muchas otras crónicas.

Twitter: @homerobazan40

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