A mediados de 1957 un joven reportero, de apellido Víquez, se hizo pasar por vendedor ambulante y acudió a la ventanilla especial que el Departamento del Distrito Federal abría en los días previos a la fiesta del 15 de septiembre para atender a los interesados en instalar un puesto en el Zócalo.

Resultó que la tal ventanilla era sólo una pantalla para esconder las transas de todo un grupo de funcionarios menores, que cada año hacían su agosto a costa de los humildes y se llenaban los bolsillos extendiendo permisos que supuestamente eran gratuitos.

Todas esas familias de comerciantes que viajaban a la capital desde el Estado de México y otras zonas, con la ilusión de ganar un extra durante el grito, se topaban con que la mayoría de los espacios ya habían sido acaparados por esa mafia en la que estaban involucrados inspectores del DDF y líderes de ambulantes de las colonias cercanas al primer cuadro.

Esos caciques se daban el lujo de disponer de los espacios cual si fueran los fraccionadores oficiales de la gran explanada. Por lo general, los lugares más peleados eran los de afuera de la Catedral, casi siempre concedidos a los familiares y amigos del líder, así como alrededor de los distintos islotes de jardín, que en otra época se encontraban delineando el espacio del Zócalo.

Si algún parroquiano ajeno al grupo de gandallas tenía verdadero interés por colocar un puesto de tostadas, tacos, aguas frescas, huevos con harina, matracas, etcétera, podía pasar por la cruz de cumplir con los muchos trámites "extraoficiales", para los que la autoridad se hacía de la vista gorda.

Lo primero era acudir a la mentada ventanilla a realizar la petición formal; una vez que ésta fuese negada, porque siempre lo era, había que dejarse morder por el cajero, quien, por cierto, pedía para él y para el licenciado de la oficina.

Una vez que el permiso estuviese sellado y debidamente firmado, uno se enteraba que su valor legal era similar al de los panchólares, porque antes de instalar el puesto había que acudir con alguno de los mencionados líderes para realizar los "trámites de calle".

Si la mordida de la oficina había sido dolorosa, aquellos changos fueron los precursores del término "dejarla caer". No sólo pedían una segunda mordida tan grande como la anterior, sino que además exigían una comisión de las ventas ¡por adelantado! Si usted calculaba vender 400 garnachas en una noche, aquellos le pedían entre 20 y 30%, antes de dar su brazo a torcer.

Finalmente, después del desplume y con el puesto instalado, el comerciante quedaba a expensas de los últimos depredadores de aquella nefasta jungla sin dios ni ley: los "tamarindos", quienes con el pretexto de que debían juntar entre todos una cantidad para el comandante, pedían su cuota antes y después de la fiesta; no fuera a ser la de malas que decidieran checar los permisos balines y encontraran algún sello mal puesto que los obligara a retirar anafres y cacerolas.

Aquel era el dantesco recorrido por el que debía pasar un humilde compatriota con el deseo de ganarse la vida honradamente y contribuir a la tradición y la alegría de nuestras fiestas patrias.

En los años sesenta, durante la gestión de Uruchurtu, se hicieron algunos intentos por regularizar a los comerciantes ambulantes durante la esperada fecha; pero ni el Regente de hierro pudo con las mafias internas y externas. Al cabo de un tiempo de novedad, en el que se trató de imponer una nueva modalidad de permisos que incluían el pago de derechos en una cuenta del DDF, todo volvió a la normalidad con la llegada de Díaz Ordaz, y hasta empeoró.

Hoy, con las mafias del crimen organizado peleando los territorios, la situación parece ya incontrolable. Los otrora extorsionadores gubernamentales pareciera que prefieren no meterse por miedo. Y mientras todos los días se da la mañanera a escasos cientos de metros, los cuarteles de los nuevos capos planean las ganancias del día. ¡Ah nuestro México!

homerobazanlongi@gmail.com
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