Así se recuerda a 1915, año cuando la Ciudad de México sufrió uno de los peores desabastos de su historia, a causa del conflicto revolucionario, causa que sumió a la mayoría de los capitalinos en la desnutrición, además de provocar uno de los más graves problemas de higiene pública, que derivó en epidemias que se extendieron por las distintas colonias.
Para aquellos que leyeron la famosa novela La peste, del siempre "alegre" y "nada amargado" Albert Camus, las narraciones sobre ese fatídico año seguramente les resultarán familiares.
De aquel negro pasaje, destacan los textos de muchos cronistas que daban rienda suelta a su asombro y horror ante la situación: "Por todas partes, las fauces de la miseria asolan a la leperuza capitalina, expuesta al calor y al frío con sus ropas remendadas. Las ratas en busca de alimento ya no respetan la luz del día, y rozan los pies descalzos de los niños que corren flacos y desvalidos entre los portales. Afuera de los templos, los mendigos muestran sus asquerosas llagas, mientras huelen atontados el aroma de las ollas de las otrora enchiladeras, quienes, ante la falta de ingredientes, comercian con un repugnante puchero a base de huesos y sobras".
Sin embargo, los expertos señalan que esas descripciones sólo muestran una pequeña parte del drama que costó la vida a miles de capitalinos.
El abandono de los campos de siembra por parte de los campesinos enrolados en el conflicto no hizo, sino agravar la situación, que para el mes de mayo ya había alcanzado su punto más álgido. Incluso para los ricos, el obtener alimentos se convirtió en un privilegio, a causa de la elevada inflación provocada por la desmedida impresión de billetes de cada facción revolucionaria, para financiar sus campañas, lo cual dio lugar a un exceso de circulante que en menos de unos meses deslizó el peso a su valor más bajo.
En adelante, hasta esos caballeros y damas de alcurnia que antaño ofrecían grandes galas y recepciones en sus casonas, bendecidas por el dedazo porfiriano, tuvieron que sacar sus joyas y relojes para abastecerse de insumos básicos.
En medio de aquel caos, las historias y leyendas más truculentas comenzaron a circular. Se decía que, en los callejones de Tarasquillo, Lamas y Cuajomulco, bien conocidos desde la Colonia, por albergar a toda clase de crápulas, se habían instalado
puestos que comerciaban con ratones y palomas asadas. Lo mismo se decía de algunos locales del mercado de La Cruz, donde los paisanos afirmaban que la sospechosa carne que se vendía hasta por el triple de su valor, de puro milagro no lanzaba un ladrido.
No obstante, las leyendas más tremebundas de aquel año del hambre fueron las relacionadas con el solitario camino de los muladares de la Viña, conocido refugio de delincuentes, donde según las fantásticas habladurías, algunos changos sin Dios ni ley se habían convertido en una suerte de hombre lobo con Juan Charrasqueado, y le habían agarrado el gusto a la carne humana, por ello era poco aconsejable cruzar por ahí en horas nocturnas.
Por supuesto, aquellos cuentos chinos nunca fueron comprobados, y sí aderezados con mucha licencia por algunas gacetillas. Lo único real, era que un kilo de frijol o arroz eran más preciados que cualquier objeto valioso, razón por la que muchos buitres que habían acaparado con anticipación algunos costales de alimentos, lograron amasar una fortuna al dedicarse al cambalache en el "mercado negro".
Para julio de ese año, los directores de varios hospitales, asilos y hospicios de niños, donde durante meses se sobrevivió literalmente "a base de comer engrudo", pidieron ayuda de emergencia a las autoridades, quienes convocaron a los voluntarios de la Beneficencia Pública, para "realizar una junta para repartir comida a los hambrientos de la capital".
Después de muchas vicisitudes, la ayuda consistió en unas cuantas cajas de papas para las instituciones pedigüeñas, además de la instalación de algunos puestos que repartían pucheros en las colonias más necesitadas.
Lo malo es que, desde las primeras horas, ya podían verse las interminables filas de personas hambrientas que aguardaban ansiosas por un poco de alimento. Todo iba bien hasta que los cucharones repartían la última ración, entonces más valía poner pies en polvorosa, que enfrentarse a la multitud embravecida.
Después de la reorganización de algunos grupos de agricultores, dio la impresión de que el problema del desabasto terminaría pronto, aunque sería recién hasta 1917 cuando las cosas mejorarían un poco.
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