Las iglesias se llenaron de rezos y la incredulidad fue la primera reacción de los capitalinos cuando aquella amenaza que tanto temieron volvía a repetirse, tomando por asalto a la capital.

Aquella sequía que a mediados del siglo XIX azotó a todas las colonias del valle de México y que duraría casi 36 meses, sería sólo el comienzo de lo que los cronistas llamarían “El año de los muertos”, refiriéndose a 1850 como la fecha en que la escasez de agua, y por ende la falta de higiene, provocó una de las más graves epidemias de cólera de las que se tenga memoria y que costó la vida a miles de personas.

Tras varias semanas de sed en la que todos los pozos se secaron y los acueductos dejaron de surtir el vital líquido, la primera señal de alarma fue cuando los dispensarios médicos comenzaron a llenarse de niños, mujeres y hombres que presentaban los mismos síntomas: fiebres altas, diarrea, debilidad, y en algunos casos graves delirios.

Como medida sanitaria de emergencia, el Ayuntamiento ordenó la cuarentena de las personas que hubiesen estado en contacto con los enfermos; sin embargo en unas cuantas semanas, tanto los médicos particulares como los hospitales tiraron la toalla al verse imposibilitados a atender a cientos de infectados que llegaban hasta sus puertas.

Conventos y teatros tuvieron que abrir sus puertas para atender a los enfermos. Algunos médicos instaron a las autoridades a levantar carpas en terrenos de la periferia con la idea de alejar lo más posible el foco de infección.

Sin embargo, aunque ya existían antecedentes sobre el tratamiento de la enfermedad después de la terrible pandemia de cólera que había azotado a Guadalajara en 1833 y después de registrarse el primer caso en la ciudad el 6 de agosto de ese mismo año, la mayoría de los médicos y voluntarios desconocían la enfermedad y muchos resultaron infectados.

No obstante, en un México bravo donde era común bañarse sólo una vez a la semana y las obras de drenaje apenas si llegaban a las colonias de abolengo, casi nadie relacionaba la falta de agua con el brote de la epidemia y muchos hacían caso omiso de esas excentricidades difundidas por los médicos que exhortaban a hervir el agua y lavarse las manos, entre otras medidas.

Más de 2 mil muertos registrados (y otros tantos de los que jamás se sabrá) dejó en unos cuantos meses aquella epidemia en el valle de México. Para noviembre de 1850 seguían apareciendo casos aislados y los cronistas coinciden en que el dolor de las familias que perdieron a alguno de sus seres queridos, aunado a la solidaridad de los capitalinos añadieron gran dramatismo a la celebración del Día de Muertos de esa época.

En las clínicas, casas, escuelas, oficinas de gobierno, iglesias y en todo sitio donde hubiera un ausente, las ofrendas, aún con la posterior depresión económica, fueron decoradas con gran abundancia y en cada una se colgaron recuerdos de los niños, niñas, hombres y mujeres caídos.

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