Cuando la economía de la capital aceleró su desarrollo durante la tercera década del siglo XX, y los grandes almacenes, precursores de las tiendas departamentales, hicieron su aparición, algunos negocios que hasta entonces habían navegado por el mar de las ganancias modestas, sufrieron un impulso tal, que sorprendió hasta a sus mismos dueños.
Tal fue el caso de los pequeños talleres dedicados a la fabricación de maniquíes, que en sólo unos años comenzaron a recibir grandes pedidos, ocurriendo lo que en las teorías darwinianas se conoce como "la supervivencia del más apto", que en este caso se traducía en desaparecer en caso de no contar con la infraestructura necesaria o sobrevivir si se trabajaba día y noche para cubrir los compromisos.
Después de que las tiendas elegantes del primer cuadro pusieran de moda los escaparates donde coquetas damiselas de yeso mostraban lo último de la moda pirateada de Europa y gringolandia, las grandes tiendas comenzaron a llenar secciones enteras con monigotes que mostraban sus prendas de temporada, porque bien lo decía aquel comerciante alemán de apellido Holding, quien fue uno de los primeros en explotar el potencial de este mobiliario con forma humana.
"Cada maniquí es como un vendedor no asalariado que promociona la ropa sin descanso".
Pero lejos de las filosofías empresariales, los pequeños artesanos de este oficio con talleres en Tacubaya, la Obrera y la Candelaria, sobrellevaban con esfuerzo aquel auge por su producto y prácticamente ponían a chambear a toda la familia durante semanas. No es de extrañar que, dada la mojigatería de la época, algunos trabajadores de estos talleres tuvieran pegada sobre la frente la etiqueta de "libidinosos" o bien que se sospechara que cada vez que pasaban la brocha de laca a alguna de sus piezas, los invadieran pensamientos cochambrosos al retocar esas partes pudorosas.
Años antes, en España, fue sonado el caso de un grupo de madres de familia que habían lanzado un ataque en la prensa contra los talleres de maniquíes por invitar al morbo al detallar con "premeditación maligna" algunas partes genitales en sus moldes de yeso, e incluso añadir "una grosera bolita en la cúspide de cada pecho".
No obstante, nuestros artesanos continuaban recibiendo buenos dividendos por su trabajo y hacían caso omiso de las habladurías. Que tocaban pompis a diario, sí; que sabían más de anatomía femenina que cualquier doctor lujurioso, también; que a
veces en esas solitarias tardes al pasar el pincelito, sus fantasías elevaban más de un suspiro, ¡pero claro!; sin embargo, ante todo se trataba de un negocio honrado que daba de comer a sus familias.
A veces existían pedidos muy específicos de las facciones de cada muñeca. Antes de la segunda mitad del siglo XX, los almacenes del Centro admitían casi exclusivamente maniquíes con las características de Rita Hayworth, promoviendo con ello el ideal de ama de casa pequeño-burguesa surgido en Estados Unidos; no obstante, con el tiempo los artesanos plasmaron también en sus creaciones la llamada moda "Miroslava", y desde monigotas de yeso con cabello rubio hasta apiñonadas, mostraban las facciones de la actriz y sus "ojazos de fuego", según afirmaba un oficiante de estos menesteres entrevistado para la revista Presente.
Para las boutiques más elegantes que surgieron después de la década de los 50, algunos talleres ofrecían figuras de gran calidad que casi asemejaban una figura de cera, por lo general, los pedidos debían hacerse con varios meses de anticipación y en un número muy reducido. pero bien que valía la pena, porque más de un cliente llegó a enamorarse de aquellas coquetas muñecas que asemejaban actrices de cine.
Algunos artistas alcanzaban tal grado de excelencia en el detalle de sus piezas, que incluso daban el salto a otros oficios, tal fue el caso del famoso militante político José Neira, quien después de fundar el periódico Revolución Social y ser encarcelado, se fue exiliado a Europa donde aprendió el viejo oficio de la fabricación de maniquíes. Años después, a su regreso a la Ciudad de México creó un taller, pero era tal la calidad de sus muñecos que pronto se convirtió en artista de figuras de cera y fundó en la calle de Argentina, número 21, el primer museo de este tipo en nuestro país, más tarde trasladado por sus hijos al conocido recinto de la colonia Juárez. No cabe duda que cada hombre tiene un destino.
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