Cada regreso a clases era lo mismo. El reflector se posaba sobre las carencias que existían en las escuelas, y por ello a finales de 1946, las imágenes que mostraban a niños de primarias de orillas de la ciudad, escribiendo sobre papel de estraza, sin más pupitre que un viejo jacalito, realmente calaron hondo en los capitalinos.
Más pronto que tarde, algunos grupos de beneficencia comenzaron a realizar colectas para dotar de muebles básicos y pizarrones a esas escuelas olvidadas. Sin embargo, como lo demostró un reportaje publicado poco después en este mismo diario, el problema no se centraba en cosechar solamente la buena voluntad, sino por el contrario, evidenciaba la total falta de infraestructura escolar en todo el país.
En los asentamientos ubicados en las zonas limítrofes del valle de México, y que todavía eran consideradas rurales, únicamente existían esas escuelas improvisadas con láminas y trebejos, aunque en las colonias populares, la situación no estaba mejor, porque algunas primarias contaban con el mismo mobiliario donado por el ayuntamiento desde antes de la Revolución.
Entre los casos más curiosos, destacaban las pequeñas escuelas instaladas en ciudades perdidas por las famosas misiones vasconcelianas, fundadas por el otrora secretario de Educación Pública, y que consistían en mandar a algún maestro a las zonas suburbanas para instalar con los recursos ahí existentes, aulas improvisadas para alfabetizar a sus habitantes.
Estas misiones representaron para muchas de esas colonias, el primer acercamiento con la educación básica. Para los padres de familia y los niños de esos sitios olvidados, que no podían recorrer todos los días varios kilómetros para llegar al plantel oficial, marcaron la diferencia entre seguir habitando el siglo XIX (porque prácticamente lo hacían al no tener luz, agua potable, servicios médicos y educativos) y tener la esperanza de integrarse al desarrollo del país.
No obstante, con el paso del tiempo y los cambios de sexenio, los apoyos y la continuidad del programa fueron dejados en el olvido, y las aulas -armadas muchas veces con troncos, láminas y, como se mencionó antes, con botes y jacales- continuaron sin cambio alguno, sobreviviendo únicamente por el estoico esfuerzo de muchos de los maestros voluntarios, quienes, como lo destacó en alguna ocasión un conocido periodista: "Libraron en pos de menguar la ignorancia nacional, una guerra anónima y sin medallas contra la indiferencia".
De esas escuelas improvisadas y fundadas por los misioneros de la alfabetización, se calculó que 17 de ellas todavía continuaban operando hasta finales de 1950 en zonas "semi-rurales", y junto con ellas, por lo menos 20 escuelas "establecidas", cuyos espacios se asemejaban a ruinas arqueológicas y no contaban siquiera con vidrios para las ventanas, pizarrones, o de perdida, un baño con drenaje. Por esos tiempos, fue famosa la fotografía de un grupo de niños con huaraches, que tomaban su clase tiritando de frío, mientras el aire hacía volar los periódicos colocados en la ventana, a manera de protección.
Después de mucho tiempo, el gobierno aprobó un incipiente programa con claros tintes proselitistas, que en algunos aspectos se asemejó mucho al conocido después como Solidaridad, desarrollado durante el sexenio del Innombrable.
Aquel Programa de Apoyo a las Aulas Urbanas promocionaba con bombo y platillo el "vínculo entre instituciones y sociedad civil", dotando a las escuelas de materiales como pintura, cemento, yeso, vidrios y láminas, a cambio de que los vecinos participaran en el reacondicionamiento de las aulas. Y para mostrar a los escépticos las bondades del programa, se usó como ejemplo a cuatro escuelas, bien escogidas por hallarse en zonas de militantes del partido en el poder, y se organizó una ceremonia para entregar simbólicamente a los maestros el material de albañilería. Incluso, en la recién estrenada gacetilla mensual del partido tricolor, que se repartía junto con tamales en los mítines, se publicaron sendas fotografías de las cuatro primarias, destacando el "antes" y el "después", y mostrando a los niños "menos rotitos" junto a alguno de sus maestros en el aula recién emperifollada.
No obstante, el programa mostró ser una "llamarada de petate", y a menos de año y medio de iniciado, los apoyos se desvanecieron y quedaron en el olvido.
Sin embargo, muy pronto los funcionarios comprenderían que la construcción de nuevas escuelas también podía representar un buen negocio, sobre todo si se convocaba a concursos nacionales para crear la "escuela ideal" y se jineteaban los contratos, beneficiando al bufete de arquitectos "más generoso". Luego surgiría el proyecto de escuelas prefabricadas, pero ésa es otra historia.
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