En la era del Tik Tok y del Only Fans, realmente da, como diría cualquier millenial, ternurita, hablar de pornografía.
Las redes han hecho explotar el fenómeno de la venta del cuerpo como moneda de cambio y desde el instagram, el twitter, el facebook, los enlaces a los mencionados Tik Tok y Only Fans, hacen de los desnudos o semidesnudos (o sugerencia de los mismos) casi siempre acompañados de una frase motivacional: "No dejes que nadie te limite a perseguir tus sueños", el pan de cada día.
Por ello, como dijimos, da ternura pensar en esos tiempos cuando el encuentro con esos inquietantes materiales era por un medio físico: el papel o mejor dicho, la fotografía impresa.
Aunque es un tema ignorado convenientemente de las crónicas urbanas, este 2021 se cumplen 110 años de la circulación documentada de material pornográfico en modalidad de foto, en la ciudad de México.
Aunque entre nuestros compatriotas existe cierta complicidad infantil para descartar que nuestros abuelos utilizaban también sus ratos de ocio en algo más que pasear por La Alameda, quienes no refutan las teorías freudianas con respecto a que el sexo es la fuerza e instinto básico que mueve al mundo, se sorprenden de la notoria laguna histórica con respecto a la distribución de este tipo de materiales desde finales del siglo XIX, y oficialmente, desde los últimos años del porfiriato, debido a la persecución documentada de que fueron víctimas algunos fotógrafos capitalinos que dedicaban sus ratos libres a lucrar con el negocio de la piel expuesta.
Retratos en lencería provocativa, desnudos parciales y totales de bellas modelos (algunos de ellos bastantes candorosos, como el que hoy incluimos), así como algunas imágenes de sexo explícito, cuyo origen aún hoy es difícil de rastrear, representaban la mercancía secreta que era revelada y copiada en las trastiendas de los estudios fotográficos de gran tradición y que era vendida con gran éxito entre la población ávida de fantasías.
A diferencia de hoy cuando una tiktokera o tiktokero que baila reguetón con poca ropa o alguien con físico tentador abre su Only Fans para tentar con taxímetro al prójimo, antaño era imposible calcular a cuántos consumidores llegaba una sola fotografía de desnudo.
Al igual que los tenderos que en el siglo XIX lucraban con aguardiente ilegal escondido tras sus mostradores, casi ningún fotógrafo establecido (con excepción de los más mojigatos) se privaba de entrar a un lucrativo negocio donde una sola imagen podía alcanzar la estratosférica suma de entre cinco y 20 pesos.
Por lo general, cada oficiante de la lente contaba con una clientela de confianza y tenían gran cuidado en mostrar a compradores desconocidos sus catálogos, casi siempre responsables de palpitaciones violentas y ataques de estrabismo temporal.
Arcones con gruesos candados, cajas de zapatos ocultas bajo duelas flojas e incluso depósitos de seguridad con combinación, eran los lugares donde se guardaban esas fotografías que, de acuerdo a grupos radicales, eran “tentaciones del infierno para mentes sátiras, cochambrosas y perdidas”; al menos así fueron etiquetadas por un activista católico llamado André Morell entrevistado para el diario La Patria.
Y aunque había un gran cuidado por parte de los interesados de que las fotos de desnudos no cayeran en manos enemigas, eran inevitables las fugas de material, sobre todo por los adolescentes calenturientos, para quienes un buen día se abrían súbitamente las puertas del cielo al encontrar por accidente una foto subida de tono bajo el colchón de su progenitor.
El lector Óscar Cordero recuerda algunas anécdotas que solía narrarle su abuelo, quien de adolescente, a principios de los años 20, solía comprar al hijo de un fotógrafo, compañero de su escuela, diversas fotos de guapas muchachas con poca ropa, mismas que escondía en el lugar más insospechado por sus estrictos padres: el marco de la imagen de San Antonio que adornaba la sala de su vivienda.
No obstante, en otros casos, las anécdotas pasaban de lo colorado al color de hormiga. Si por alguna razón alguna de esas imágenes era descubierta por ojos adoradores de la vela perpetua, era fácil rastrear al responsable de su impresión, quien era sujeto a todo tipo de extorsiones, multas estratosféricas e incluso enchironado en el tambo, todo ello aparte de ser señalado en el barrio como ayudante del señor de los infiernos.
Una vertiente poco conocida de este rubro eran los estudios de desnudo realizados por encargo y en sumo secreto a mujeres que deseaban inmortalizar la lozanía, belleza y voluptuosidad de su juventud.
Al igual que hoy, muchas parejas que atravesaban por el aburrimiento marital, fenómeno conocido hoy como “La comezón del séptimo año”, veían en los estudios de desnudo una forma de reavivar la llama de su pasión.
Pero la parte oscura de esta actividad ocurría cuando algún fotógrafo sin escrúpulos decidía hacer copias extra de los trabajos privados para incluirlos en el catálogo para su clientela.
Ya ni hablar de las cardiacas sorpresitas que se llevaban algunos libidinosos de hueso colorado cuando al hurgar en esos archivos prohibidos se encontraban a alguien conocid@.
El auge de las fotografías eróticas llegaría a su fin con la llegada de los llamados “periódicos de pelados” como El Fígaro, nombrados así por grupos conservadores, escandalizados por la exhibición de la vedette del momento en las portadas que adornaban los puestos de periódicos, ¡qué inmoralidad!
Sin embargo, si cree que los tiempos han cambiado, revise las portadas de las revistas de los puestos de periódicos, abra su instagram y vea los videos y perfiles que son tendencia. El eterno retorno, decía el buen Federico... el eterno retorno.
Twitter: @homerobazan40