En 1952 se registró una de las lluvias más torrenciales de las que se tenga memoria. Muchos lo llamaron el diluvio mexicano, aunque otros más irónicos bautizaron a aquellas calles como la Venecia mexicana o la Venecia de las aguas negras.

Corría el año de 1952, cuando las lluvias torrenciales hicieron su aparición con más fuerza que nunca. Durante varios días, en diferentes puntos de la ciudad, los cielos estuvieron nublados y las aguas y las granizadas se hicieron costumbre, a veces desde tempranas horas de la mañana.

El hecho sirvió para evidenciar la falta de infraestructura en nuestro alcantarillado público, así como los graves problemas de hundimiento en algunas zonas, donde el agua se acumulaba como en una presa. Lo único malo es que esos lugares estaban habitados y tenían autos, zaguanes, casas-habitación y peligrosas instalaciones eléctricas, que incluso causaron accidentes graves.

Ya desde 1948, las inundaciones en las que el agua alcanzaba más de medio metro, habían también causado estragos en el primer cuadro, razón por la que el Departamento del Distrito Federal había mandado a su vocero a hacer promesas a la ciudadanía. Incluso aquel "corre ve y dile" presentó en una conferencia de prensa los planos de un ambicioso proyecto subterráneo, para evitar la saturación de las viejas tuberías.

Sin embargo, cuatro años más tarde, la historia volvió a repetirse y el Centro de la ciudad continuó siendo la zona más afectada. Los comerciantes y edificios de gobierno tuvieron que parar sus actividades durante casi tres días, y hubo pérdidas por casi 8 millones de pesos, una cantidad que para la época era una verdadera fortuna.

Sin embargo, eso no era todo, algunos periodistas con olfato de sabueso indagaron acerca de las actividades de los funcionarios encargados de mantener seca la ciudad con las obras públicas, anunciadas años antes con bombo y platillo. Más pronto que tarde, se descubrió un aparatoso fraude de 6 millones de pesos que se había mantenido desde 1946.

Hay quienes robaron a lo chino, o también aquellos llamados rateros nixtamaleros , porque se guardan un poco y dejan el resto. Sin embargo, durante varias semanas, el escándalo fue acumulando a presión, como en una olla exprés.

De nada sirvió que muchos changos del Departamento trataran de tapar el ojo a la mosca con obras de emergencia para el desagüe, así como con la instalación de bombas para tratar de bajar el nivel del agua en calles como Donceles, Brasil, Madero y 16 de Septiembre.

Mientras muchos capitalinos, para llegar a sus trabajos, se arremangaban las valencianas y abordaban las lanchas, cortesía de las autoridades y los oportunistas que cobraban a tostón el traslado, los principales periódicos denunciaban cómo de un presupuesto de 12 millones, algunos honrados funcionarios habían invertido seis de ellos en coladeras y tuberías de segunda, y el resto se había esfumado como la decencia en una beata borracha.

El caso llegó hasta oídos del mismo presidente, quien urgió una investigación sobre el caso, y la indignación de muchos colonos del Centro se hizo evidente en una carta que reunió cientos de firmas, y que le fue entregada durante un acto público.

Muchas fotografías capturaron imágenes de esos días, cuando la ciudad asemejaba una romería de lanchas atiborradas. Escenas donde los únicos que salieron ganando fueron los niños y adolescentes, quienes jugaban divertidos con cajas de madera o hacían flotar barcos de juguete en aquel mar provocado por la ineficacia y la corrupción de las altas esferas.

Al final, cuando las lluvias bajaron y las lanchas de los acomedidos se habían pagado solas, ocurrió lo de siempre: la falta de memoria de los capitalinos.

Las autoridades cubrieron la falla con obras de emergencia que duraron unas cuantas temporadas de aguaceros; sólo para que meses más tarde, el mismo problema se repitiera en otras colonias y las movidas de otros funcionarios públicos fueron investigadas... ¿eterno retorno? O sencillamente: el cuento mexicano de nunca acabar.

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