Con la actual guerra que libran las diversas facciones delictivas y políticas (¿no son lo mismo?) por el control del Centro Histórico, vale la pena recordar que este territorio ha sido uno de los más peleados a lo largo de nuestra historia urbana, con sangrientos controles que están a punto de cumplir 100 años.
Sería la famosa revista de investigación llamada Presente, que apareció a finales de los años 40, la que por primera vez hablaría acerca de las mafias de vendedores ambulantes especializados en estados, auditorios, teatros y similares.
No había fritanga o botana que los susodichos no pudieran surtir, con la excepción de que un muégano que en la tienda valía 20 centavos, ellos lo daban a peso, y una triste torta con imitación de jamón podía cotizarse hasta por el triple de su valor. Antes de que los diversos recintos contaran con su propia mafia para otorgar concesiones, los vendedores tenían que someterse al visto bueno de los líderes de comerciantes que designaban el territorio de sus huestes.
Si se anunciaba, por ejemplo, una pelea de box en la que se jugara el título, los interesados en surtir las fritangas podían apartar su puesto hasta con semanas de anticipación, previo abono a las arcas de uno de los gánsteres, entre ellos Antonio Mendoza, cuya base de operaciones se encontraba en la colonia Obrera, y de quien se dice controló con mano dura a los vendedores ambulantes durante casi una década.
De acuerdo con un reportaje publicado en esos años, el mencionado mafioso era de humores, y colocaba en los mejores sitios a sus compadres y confinaba a quienes lo sacaban de quicio a las no tan lucrativas carpas del barrio.
Con el tiempo, el negocio se extendió a los cines. Algunas salas populares permitían la entrada de vendedores externos a mitad de la función, y fue con ese pretexto que se comenzó también la venta de recuerdos de las películas en cartelera, mismos que eran fabricados al alimón y con ingenio mexicano en algunos talleres y bodegas de Candelaria de los Patos, con materiales de no muy buena calidad.
Para 1952, el Departamento del Distrito Federal (DDF) anunció una nueva ley que prohibía a los vendedores entrar sin estar afiliados a los recintos de espectáculos.
Las protestas de los vendedores no se hicieron esperar e incluso, algunos vendedores interrumpían las reuniones de la Comisión del Trabajo para protestar por la medida.
Sin embargo, aun cuando habían sido echados de las salas, auditorios, teatros, plazas y estadios, en menos de un año el negocio se reorganizó haciendo uso de la vía pública de la ciudad de México afuera de estos mismos lugares, y plantando la semilla para el ambulantaje que hoy todos conocemos y que se ha convertido en el estandarte de nuestra ciudad en pleno siglo XXI.
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