Ubicada durante el siglo XIX en la zona cercana al Barrio Francés, la tienda de ataúdes La Iberia se hizo famosa, no por sus bajos precios, su excelente servicio o lo vistoso de sus tétricas cajas de madera, sino por un extraño fulano que respondía al nombre de Leónides Beltrán de Arizpe, quien con los años se convertiría en el colono más temido de la zona.

Flaco, larguirucho, pálido y siempre vestido con un traje negro y un corbatín de lazo, el tal Leónides era tímido y taciturno. Solía sentarse en la entrada del local, cual funerario de un pueblo del viejo oeste, para mirar con semblante enigmático pasar a los parroquianos.

Lo que aterrorizaba al barrio era que el sujeto tenía un sexto sentido para adivinar, con meses de anticipación, quién necesitaría de sus servicios. En cuanto miraba a algún transeúnte que sin importar la edad o lo rozagante de sus mejillas, necesitaría de un mueble de madera para emprender la odisea por los mares del más allá, Leónides se paraba de su silla, como poseído por una epifanía, y se acercaba al susodicho para entregarle una de sus grises tarjetas.

Cada vez que eso ocurría, un silencio sepulcral se apoderaba de la calle. Los dependientes de los negocios cercanos movían la cabeza con lástima, las mujeres se persignaban, y nadie en muchos metros a la redonda dudaba del próximo funeral de aquel desdichado que recibía la invitación para conocer la oferta de ataúdes y servicios anexos de La Iberia.

Se contaba que Leónides no siempre fue un ave de mal agüero. Algunos hasta aseguraban que fue un muchacho simpático, de familia acomodada, que tuvo la mala fortuna de enamorarse de una joven llamada Raymunda, quien vivía esclavizada a la estricta moral religiosa impuesta por sus padres, quienes, para evitar que cayera en tentaciones carnales, estaban decididos a enviarla a un convento de provincia apenas cumpliera la mayoría de edad.

En las escapadas furtivas que la muchacha tenía para reunirse con Leónides, él siempre insistía en que una mujer que portara el nombre de Raymunda no podía convertirse en monja, porque entonces todos la llamarían “Sor Raymunda”… y no faltaría el pelafustán que se percatara de la similitud con “zorra inmunda”.

Pero ni el doble sentido de aquel apelativo disuadió a los padres de mandar a su hija al convento a consagrar su vida a los santos patronos. Leónides quedó devastado y su melancolía lo tornó un ser ermitaño y extravagante.

Se cuenta que le dio por entregarse a la lectura y que en cierta ocasión encontró, con un librero de viejo, un antiguo volumen de ocultismo. Uno de los hechizos explicaba la manera de predecir la muerte ajena untándose en los ojos lagañas de perro. El muchacho llevó a cabo el experimento convencido de que Raymunda sería libre hasta que sus padres fallecieran.

Años después, tras predecir el deceso de ambos progenitores, se encontró con que Sor Raymunda (sin albur) ya estaba muy habituada a la vida en el convento y por nada del mundo abandonaría sus votos, menos por un viejo amor juvenil.

Desde entonces, triste y decepcionado, Leónides se asoció con un tío para crear aquella tienda de féretros, convencido de que el don sobrenatural que había adquirido le facilitaría la obtención de grandes ganancias.

Muchos años duró el terror de los vecinos del Barrio Francés por aquel encargado siniestro, a quien todos atribuían un pacto con Lucifer. A veces, Leónides se levantaba de su silla con la simple intención de estirarse y eso era suficiente para que los transeúntes pusieran pies en polvorosa, temerosos de ser zopiloteados.

Así transcurrieron muchos años, hasta que el susodicho encaneció y, por hartazgo, sus vaticinios se hicieron cada vez menos frecuentes.

Durante la epidemia de tuberculosis que azotó al valle de México, muchos parroquianos gravemente enfermos cruzaban con una honda tos frente a su local, pero Leónides no se paraba de su silla.

Un vendedor de tabacos, quien era uno de los pocos que se atrevían a hablarle, le preguntó el motivo de su indiferencia. El comerciante de ataúdes le contó acerca del hechizo que años atrás había realizado para predecir la muerte y cómo recientemente había vislumbrado su propia suerte.

“Nunca leí bien aquel conjuro”, confesó Leónides. “No era para saber quiénes iban a morir, sino para conocer quiénes, por hacer germinar en sus entrañas la tristeza, están muertos en vida”.

El hombre no volvió a entregar tarjetas de promoción. Llegó triste y cabizbajo a la ancianidad. A los difuntos que durante años predijo… se les consideró meras coincidencias.

homerobazanlongi@gmail.com
Twitter: @homerobazan40


 

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