Un curioso reglamento fechado el 9 de enero de 1779, precisamente un año después de abierto el nuevo Paseo de Bucareli en honor al virrey, advertía textualmente que ningún vendedor de petates, lechuguino o lépero que oficiara algún arte de lucro, podía circular por dicha zona pasadas las cinco del sereno, pues era la hora en que la mayoría de los aristócratas acudían en sus carruajes a sociabilizar en los clubes y cafés del primer cuadro.

Desde ese entonces, el vender este práctico accesorio fabricado de tule era considerado una de las actividades más humildes del México colonial, prestándose siempre para el albur improvisado, además de ser un ingrediente indispensable para las historias que levantaban las carcajadas en las pulquerías.

Con sus atuendos típicos y sus apretados rollos de mercancía, atados con mecate y sostenidos con un largo pedazo de cuero a la frente, estos comerciantes se cuentan entre los más característicos de nuestra ciudad, además de los que lograron sobrevivir con más éxito a la embestida de las épocas, aun cuando los colchones y bases de cama ofrecidos por las empresas estadounidenses comenzaran a ganar terreno entre los capitalinos.

Ya para el último tercio del siglo XIX las ocurrencias picarescas en torno al petate ya estaban bien arraigadas en el gusto de los mexicanos. Sólo hacía falta que un grupo de alegres paisanos mirara acercarse a uno de estos vendedores para que dieran rienda suelta al doble sentido.

Por aquí jovenazo, éste es buen cliente.

¡Ora! ¿Por qué me señalas, Cástulo?

Perdón, mano, pero es que tú eres el que siempre anda de picos pardos... digo, después de que anduviste con la Lencha, la Petra, la Toña y la Agripina, pos yo creo que tu petate ya anda gastadito... ándale, saca los reales, no le hagas un desaire a nuestro mercader.

La feroz competencia entre los petateros provenientes de Puebla y Xochimilco, forzaba a los vendedores a recorrer sus rutas durante tres y hasta cuatro veces en un día.

Por lo general el itinerario comenzaba por los bulliciosos tianguis que se instalaban por los canales de La Viga y Santa Anita, para después recorrer algunas de las barriadas más pobres cercanas al convento de La Merced, e instalarse finalmente, según el día y la hora, en algún huequito disponible del hervidero de los concurridos mercados de Roldán, el Volador o el Parián; sitios donde tenían la oportunidad de refrescarse con un jicarazo de agua, o si la venta lo permitía con un gran tarro de tepache.

Con las pretensiones modernizadoras del porfiriato, los colchones de pluma y borra comenzaron circular por las tiendas de la capital. En la calle de San Juan, los vendedores de petates solían instalarse afuera de las tiendas que ofrecían aquella "invención para rotos y currutacos" y tentaban a los clientes con su mercancía, antes de que entraran a gastar sus cobres en esas "pacotas" acolchadas que hacían que se incrementara "la calor".

Sin embargo, nada pudo impedir el paulatino reemplazo del tule y la vara por la tela y el resorte.

Hasta los capitalinos más humildes preferían endeudarse para adquirir una cama, con tal de no exponerse (según afirmaban algunos astutos muebleros) a la picazón de las alimañas y los "malos aires" que a la larga eran causantes de vahídos, reúmas y garroteras.

Algunos cronistas describen lo triste que resultaba contemplar a los petateros con sus rollos intactos a la espalda y abriéndose paso entre la atribulada muchedumbre de un México donde su producto cada vez era menos requerido.

La llegada de los aboneros que ofrecían ya no sólo camas, sino recámaras enteras a cómodas mensualidades, significó el golpe de gracia para estos comerciantes que limitaron sus ventas a los mercados tradicionales, donde hasta la segunda mitad del siglo XX, acudía de vez en cuando algunos parroquianos a adquirir un petate para acomodar al tío Juan que venía de visita.

Curiosamente, hoy muchos quiroprácticos coinciden en las bondades que trae para los huesos descansar sobre una superficie dura. Algunos hasta hablan de estadísticas y afirman que, en algunos lugares de Japón, donde aún es costumbre dormir en el suelo, se registra la menor incidencia de males de la columna.

¿Será que habría que exportar algunos petatitos a tierras niponas? Quien quita y renace la demanda para nuestros estoicos artesanos.

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