En pequeños locales de barrios, en predios escondidos a los que se accedía por el zaguán de una tradicional vecindad e incluso en alguna cochera modificada para servir de taller, las pequeñas fábricas sorteaban las idas y venidas del oleaje económico de la capital, a veces dispuesto, y muchas otras, inclinado a frenar el desarrollo de quienes se aventuraban a producir sin un respaldo económico.

Con la modalidad de los créditos por parte del Estado para que, en teoría, "cualquier mexicano con ganas de salir adelante" pudiera sumarse a la vida productiva mediante una pequeña empresa, los obrajes y talleres sostenidos con el esfuerzo de unos cuantos trabajadores comenzaron a proliferar.

Desde tornillos o rondanas, hasta ropa, muebles, loza y artículos de fácil factura eran producidos en cantidades modestas por estas microempresas que aún con los embates de las crisis económicas, trataban de mirar el vaso medio lleno, además de engalanar las hipócritas cifras de discursos oficiales.

Casi nunca se tomaba en cuenta que muchos de los créditos gubernamentales cubrían apenas 30% de los costos de inicio de operaciones de un taller promedio, y que sus dueños no recibían ganancias hasta meses o años después de talacharle sin descanso, a veces sólo para terminar en medio de una competencia desleal con una empresa extranjera que, al tener una infraestructura gigantesca, ofreciera el mismo producto a precio más bajo.

En barrios y colonias como La Candelaria, Obrera, Hidalgo y Bondojito, los pequeños talleres se convertían en parte del paisaje urbano. Algunos, por necesidad, llevaban la talacha a las mismas aceras y no era raro que los infantes de la cuadra se congregaran alrededor de los maistros a mirar su actividad.

Algunas maquinarias se convertían, con el ruido que emitían, en el reloj que avisaba a toda su cuadra los horarios de entrada, de comida y de salida. Los tenderos sabían, según el trajín de los engranajes del taller cercano, si eran las doce, la una, las dos o las tres. Por lo general, el apagado de máquinas señalaba también la hora de cierre para todos los changarros aledaños.

Un pequeño fabricante de clavos, veladoras, globos o camisas, que trabajara jornadas de hasta 15 horas con apenas un par de ayudantes, debía hacerla de vendedor en su colonia, colocando a consignación su producto en tiendas, papelerías, ferreterías...

Por supuesto, la competencia entre el mismo gremio era feroz y a menudo lograr la permanencia de los artículos dependía de cultivar la amistad con los dueños, de hacerles la plática, acordarse del cumpleaños de la esposa y los hijos, de llevarles de vez en cuando una botella de alipús.

Muchas veces, el problema de ser una microempresa derivaba también en la falta de infraestructura para cubrir grandes pedidos e incluso dónde almacenar una producción grande.

Por esta razón, la simple "selección natural" aplicada al comercio, mantenía a los talleres en un estándar medio, mismo que, en el tejido capitalino, aprovechaba el último estertor de la vida provinciana, surtiendo a las tienditas y changarros de productos que no necesitaban marca ni código de barras, y que eran empaquetados en bolsitas de estraza o atados con cordones por docena, a la usanza de viejos almacenes campiranos.

Con tantos productos, muchos negocios terminaban siendo un híbrido entre miscelánea, ferretería y supermercado, ofreciendo desde comestibles de todo tipo, pasando por pasteles (a veces horneados por la esposa del mismo tallerista), mecates, franelas, lámparas, aldabas, platos y pocillos, hasta juguetes de madera. No era raro que aquellas sillas sobrantes del pequeño taller de don Ponciano también se pusieran a la venta en la entrada, o que los caleidoscopios que fabricaba don Ramiro, se remataran en el botadero a 50 centavos.

A final de mes, todos los talleristas acudían con los tenderos a hacer cuentas, y si éstos se los querían llevar al baile con algunos pesos, más valía no poner mala cara, porque de ellos dependía aquella elemental distribución para su producto.

Pero como en la economía globalizadora no hay lugar para el buen humor o los sentimentalismos, muy pronto aparecieron en el cuento los villanos de toda historia moderna: los gringos, y rápidamente los criollitos de la nueva Tenochtitlán se aprendieron de memoria sus manuales operativos de producción, estudios de mercado y estrategias de ventas, mismos que acabaron con la mayoría de las pequeñas empresas de barrio en menos de dos décadas. El resto, es historia.

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