Durante décadas, la vestimenta fue un pretexto para juzgar a muchos capitalinos por no lucir "bien". Aunque para muchos asemejaba un tema digno de revistas dedicadas al mundo del buen vestir, la marcada discriminación que, durante décadas, proliferó en la ciudad de México, convirtió a la vestimenta en un pretexto para que muchos capitalinos fueran juzgados por no lucir atavíos apropiados en lugares públicos.
Aún es difícil de creer, pero desde principios del siglo XX y hasta entrados los años 30, existieron toda una serie de leyes que se convirtieron en el azote de los humildes y de aquellas familias pueblerinas, quienes, al llegar a la ciudad en busca de oportunidades, eran señaladas con el dedo a causa de su apariencia.
En el año de 1923, un reglamento aplicado a la zona del Centro prohibía, bajo amenaza de multa y encarcelamiento, caminar con huarache y tilma por la mayoría de sus calles y avenidas.
Algunos de los funcionarios que dieron luz verde a dicho reglamento, jamás se imaginaron que iniciarían toda una época de humillaciones y malos tratos para muchos compatriotas, cuyo único pecado era tratar de conservar las costumbres de sus comunidades.
Lo más ilógico era que, con el marcado centralismo, muchas de las oficinas gubernamentales para realizar trámites de los estados se encontraban precisamente en el primer cuadro de la ciudad. Los campesinos y trabajadores que acudían a estos lugares, desconocían que rompían la ley al vestir sus pantalones y camisas de percal, sus grandes sombreros, e incluso que era mal visto usar o no usar huaraches.
Por este delito, más pronto que tarde, los susodichos se topaban con algún tamarindo, quien además de amenazarlos con macana en mano y obligarlos a salir del área, los extorsionaba, asumiendo el papel de juez, jurado y cobra multas.
Los años no mejoraron la situación, amparados por la discriminación oficial, muchos locatarios y restauranteros adoptaron aquella política de "reservarse el derecho de admisión", fijándose ya no solamente en la vestimenta, sino incluso en el color de la piel.
Muchas tiendas de telas y casimires como aquella llamada "El mundo elegante", se convirtieron casi en necesidad para los recién llegados a esta ciudad cargada de promesas, pero donde el disfraz servía de camuflaje para no ser mal visto.
Los pocos ahorros comenzaron a invertirse en algún tacuche de buen ver y en un sombrero de moda, que al poco tiempo atraía motes como El Tachuela o el Hongo bajado del cerro.
No obstante, lo más grave de aquel absurdo, era la hipocresía de muchas figuras de gobierno, quienes en ceremonias oficiales saludaban y se dejaban retratar con aquellos huarachudos a quienes tanto despreciaban con las leyes aplicadas en sus reglamentos urbanos.
Ya ni hablar de hoy en día, la discriminación continúa en restaurantes, discotecas de hijos de políticos, hoteles y antes de poner el etcétera nos preguntamos también ¿servirán de algo las recientes campañas contra la discriminación en una ciudad donde la humillación hacia terceros sirve a muchos de aspirina para amansar sus propios complejos?
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