Con su grito característico "¡Aquí sus sillas para entular, patrón!", aquellos personajes recorrían incansablemente los barrios de la capital, tocando a las puertas y sorteando los zaguanes, asomándose a las ventanas y promocionando sus artes entre los parroquianos de las plazas; nunca se sabía dónde podía caer un cliente, porque a diferencia de otros oficios, el suyo sólo era solicitado cuando las tepalcuanas ya pedían a gritos un cambio de forro para aposentarse con dignidad.

Los entuladores que llegaban a la capital con la ilusión de que su oficio encontraría poca competencia, muy pronto aprendían que ninguna idea es propiedad de un solo hombre y que al igual que ellos, muchos emprendedores del tule se peleaban las restauraciones de los pequeños muebles de casas y comercios.

Según un cronista de finales del siglo XIX, bastaba visitar las viviendas de la mayoría de los capitalinos humildes y recorrer los cafés y restaurantes para saber que ese resistente material con el que se podían tejer los asientos y respaldos de las sillas, y hasta adornar pequeñas salas y recámaras, era una de las herencias prehispánicas más apreciadas.

La cuota acostumbrada era de tres reales por rejuvenecer una pieza y siete reales si el cliente dejaba tres de un jalón. Antes de la aparición de las sillas de lámina y plástico monopolizadas por las cervecerías, la mayoría de las fondas modestas del primer cuadro de la ciudad operaban con sillas de madera y tule, mismas que con el diario trajín de los comensales, debían ser restauradas una vez al año.

Los entuladores solitarios se las veían más negras para cumplir con trabajos grandes, por ello el negocio solía ser familiar, dejando que el padre de familia amarrara los encargos (por aquello de no espantar al cliente) para después convertir a cualquier parque, esquina o camellón, en un improvisado obraje donde hijos y esposa participaban en embellecer los muebles con aquel tejido bronco, mismo que no paraba hasta que se ponía el sol.

Para los neuróticos no había mejor terapia que contemplar el trabajo de estos hombres. No era raro ver junto a ellos a los típicos compadres platicadores que se entretenían mirando la destreza de los artesanos, cuyas ágiles manos acomodaban con firmeza cada fibra.

También para los niños representaba un espectáculo digno de dejar por un rato los partidos de canicas. En la antigua Gaceta del Valle de México, donde se solían publicar relatos a manera de breves cantos y poemas, no faltó el que hiciera alusión a “La pobreza de los niños ricos”, y retrataba la escena de un junior vestido de marinerito de la colonia El Paseo, que prefería mirar al entulador antes que jugar con sus costosos juguetes.

Aprender el oficio no era cosa fácil, primero había que hacer talacha por varios años, hacer sangrar las manos con los diferentes tejidos (sencillo, doble y de greca) y apaciguar el dolor con más trabajo; así al cabo de unos años los dedos, además de callos, adquirían elasticidad y precisión para hacer resbalar aquellas duras hebras por los recovecos más apretados.

Los más prestos terminaban una pieza grande (como un petate o un biombo) en un promedio de 10 horas. Aquel oprobio "tienes manos de entulador", fue usado muchas veces en contra de esas señoritas elegantes que no evitaban la aspereza de su piel con costosas cremas francesas. De hecho, en las tiras cómicas, cortesía de las empresas tabacaleras, se incluyó la historia de la dama que perdió a su príncipe azul por tener "dedos y uñas de entulador".

A causa de la escasez de trabajo, muchos entuladores completaban los gastos vendiendo sus propias sillas, petates, canastillas y hasta juguetes como caballos, muñecos, casitas, etcétera. Los más estoicos cargaban su mercancía cual pípilas en la espalda y recorrían muchos barrios, mientras otros se apropiaban de una esquina o de un espacio en los mercados donde el regateo era feroz.

Con el tiempo, muchos preferían dar su brazo a torcer y abandonaban la incertidumbre de las calles para unirse a los talleres de muebles, como aquel que operó mucho tiempo cerca de El Parián, y trabajaban a destajo para sacar una raya mínima cada semana.

Todavía en algunas esquinas puede encontrarse junto con el artesano del mimbre y del bejuco a algún entulador que reta al tiempo con el oficio aprendido de su padre y abuelo.

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