Dentro del gobierno existe una propuesta que podría representar una interesante novedad en materia de política social. Lo es, especialmente, si se considera que las transferencias monetarias –donde está el principal énfasis de esta administración en el área— es esencialmente vino viejo en botellas nuevas.
En su más reciente informe de gobierno, el presidente anunció: “El mes próximo comenzarán los trabajos para comunicar por este medio [el internet] a 13 mil 500 centros integradores de servicios y a 166 mil comunidades y pueblos marginados del país”.
Según los documentos que describen sus alcances, los llamados Centros Integradores de Desarrollo pretenden ser “una instancia gubernamental cercana a la población” que sirva como el punto de contacto más directo entre el gobierno federal y las comunidades (especialmente indígenas, zonas rurales, así como poblaciones de alta marginación y violencia).
Estos espacios fungirían como una ventanilla única de gestión en donde se promoverá una oferta de 73 programas distintos y se les dará seguimiento y supervisión. De concretarse, los centros permitirían un acercamiento inédito con las comunidades más apartadas y excluidas del país.
El elemento más importante de los centros integradores, además del acceso a internet que resulta clave, es la creación de una red de cajeros automáticos a través de los cuales los beneficiarios de programas accederán directamente a las transferencias, para así evitar que lleguen con moches.
No será sencillo instalar cajeros automáticos en todos estos centros. En las próximas semanas el gobierno deberá anunciar la firma de un ambicioso acuerdo con el Banco Mundial para financiar mil quinientos.
Pero los centros –que se ensayaron durante el gobierno de González Pedrero en Tabasco– pretenden ser más que eso: podrían devolver a la política social un componente de organización que se perdió desde el gobierno de Ernesto Zedillo, cuando asumió un enfoque enteramente tecnocrático en los programas sociales.
En lugar de que los beneficiarios sean simples receptores pasivos de transferencias, los centros integradores incentivarían la organización de las comunidades y la movilización de la sociedad. De materializarse como han sido concebidos, celebrarán asambleas, emprenderán iniciativas sociales, elaborarán proyectos de desarrollo micro regional, y vigilarán el uso adecuado de los recursos públicos.
Se trata de un planteamiento soñador, tanto que en la propia 4T algunos no se la creen demasiado. Sin embargo, si al menos se lograse la mitad de lo que se tiene contemplado, estaríamos ya frente a un cambio de paradigma en la manera de gestionar los programas sociales. Sería una manera de gestionar la política social desde el territorio, en una lógica de abajo hacia arriba, muy distinta a lo que nos hemos acostumbrado.
Los centros integradores se conciben como el último pilar de la estructura administrativa creada por este gobierno para bajar los programas. Se contempla que sean atendidos por los servidores de la nación y que dependan a su vez de uno de los 266 coordinadores regionales, sujetos a su vez a los superdelegados estatales.
Se ha dicho que toda esta estructura –coordinada desde Presidencia— se ha diseñado con fines político-electorales. En efecto, es probable que algunos estén pensando en utilizar ese armado con tales propósitos. Por ello, será necesario crear mecanismos estrictos de vigilancia, instancias para denunciar abusos y establecer un firme compromiso de hacer cumplir la ley.
Con todo, si los centros integradores se toman en serio, si se permite que las comunidades se organicen con un cierto nivel de autonomía y se logra que éstas efectivamente vigilen el uso adecuado de los recursos públicos, podríamos contar con un mecanismo que facilite una mayor transparencia en los programas sociales, que incluso disminuyan ese riesgo de que sean utilizados con fines electorales. Pago por ver.