Los partidos políticos no pertenecen a sus dirigentes. Son instrumentos fundamentales en nuestra democracia, al grado que la Constitución los considera “entidades de interés público”. Por esa razón –quizás– se podría justificar que se les destinen tantos recursos: El año próximo, por ejemplo, recibirán 10 mil 444 millones de pesos para sostener sus actividades y gastos de campaña.

Lo que sucede en el interior de los partidos tiene una relevancia mucho mayor a la que normalmente queremos atribuirles. No podemos resignarnos a que la opacidad y las imposiciones antidemocráticas sean el pan de cada día.

Ni el oficialismo ni la oposición han salido bien librados de sus procesos internos recientes para elegir candidaturas. La forma en que el Frente Amplio abortó su consulta y bajó a Beatriz Paredes por un acuerdo entre caciques partidistas fue un episodio bochornoso.

Y aunque Morena ha acertado en abrir a la sociedad la definición de sus candidaturas a través de ejercicios demoscópicos, lo cierto es que la Comisión de Encuestas del partido es una caja negra: no sabemos a ciencia cierta cómo es que se llevan a cabo los ejercicios de opinión pública.

A diferencia de lo que ocurrió en la elección interna para elegir al candidato presidencial –donde las exigencias de Marcelo Ebrard llevaron a establecer algunas reglas básicas que se violaron de todas formas–, el proceso para seleccionar las nueve candidaturas a gobiernos estatales y jefatura de gobierno de la CDMX han vuelto a reproducir viejas fallas.

En la Ciudad de México, por ejemplo, el uso del aparato público a favor de uno de los candidatos, Omar García Harfuch, fue más que evidente por parte de los titulares de secretarías como la de Inclusión y Bienestar, Trabajo y Seduvi, tanto como en el uso de sindicatos del sector público.

Los medios de comunicación electrónicos mostraron un sesgo perceptible a favor de Harfuch. Un estudio de Central de Inteligencia Política encontró que, entre septiembre y octubre, el policía tuvo 34% más de tiempo aire en radio y televisión del que le dieron a Clara Brugada, mientras que el valor de esa cobertura –de acuerdo al tipo de espacios, horarios de transmisión, etc.– fue 20% mayor para él que para ella.

En el mercado de las encuestas hemos visto también cómo se opera, con mucho dinero de por medio, para inflar a ciertos candidatos en las contiendas internas y construir la percepción de un triunfo inevitable.

Por todo ello, una nueva reforma electoral debiera plantear que la elección de candidatos, especialmente a puestos ejecutivos de relevancia, pueda ser conducida y/o supervisada por el INE. En vez de encuestas u otros ejercicios de opinión pública, deberíamos pensar seriamente llevar a cabo verdaderas elecciones primarias, plenamente transparentes, democráticas y abiertas a toda la población.

La autoridad electoral podría supervisar todo el proceso, vigilar tiempos de campaña, fiscalizar el uso de recursos públicos y privados, regular el uso de la publicidad, registrar encuestadoras autorizadas y confiables, sancionar a funcionarios públicos que se involucren indebidamente en la contienda, obligar a que exista paridad de género en las candidaturas y monitorear que exista una cobertura equitativa por parte de los medios de comunicación.

Al final, en muchos procesos internos partidistas –como ocurre en el caso de Morena– estamos eligiendo a quien nos va a gobernar. ¿Acaso en un sistema democrático ese no es un derecho de todas y todos?

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