Un nado sincronizado ha llevado a varios comentócratas a menospreciar el triunfo de Morena en las elecciones del pasado domingo con el “argumento” de que ese partido es “el nuevo PRI”.

Lo escribió el periodista Alfonso Zárate –autor de un libro con el muy original título de “El país de un solo hombre”–, cuando en un aparente juego ingenioso de frases señaló que “Morena es la fase superior del priismo”.

De igual forma lo expresó Denise Dresser, al decir: “el pequeño priísta que tantos llevan dentro solo ha cambiado de piel, de discurso y de partido… En la forma de concebir la política, conseguir los votos, ejercer el poder e intentar hegemonizarlo, Morena demuestra su ADN. Y es genéticamente priista”. Cuánta ignorancia junta.

Hasta la exdirigente del PRI, Dulce María Sauri, señaló que “Morena es como el PRI de la década de los setenta”, y señaló que es “la Cuarta Transformación del PNR”.

Pongámonos serios, por favor. Aunque una y otra fuerza puedan compartir ciertos usos y costumbres —los de una cultura política formada en tiempos de partido único—, nada tienen que ver la forma en que los dos partidos fueron creados, sus historias, sus estructuras, sus formas de operar y ejercer el control político.

El absurdo fantasear con una continuidad histórica donde el viejo PRI estaría sufriendo una metamorfosis para convertirse en Morena. El simple hecho de que el partido del presidente abreva de ex priistas –como lo hace también de expanistas y cuadros provenientes de otros partidos– no es razón suficiente para pensarlo así.

El PRD en su momento también recibió a muchos ex priistas, pero eso nunca lo hizo ser “el nuevo PRI”.

Los partidos políticos no nacen por generación espontánea. Evidentemente hay gente de Morena que viene del PRI —quizás más de los que nos gustarían—, pero eso no implica un imposible regreso al pasado.

Sabemos que el PRI fue el partido todopoderoso durante buena parte del siglo XX: controlaba al Legislativo, al Judicial, a las organizaciones patronales y sindicales, a las organizaciones populares, a los medios de comunicación. Era tal su control sobre la sociedad que incluso abarcaba al crimen organizado.

¿Acaso algo semejante ocurre con Morena? ¿Acaso controla el Legislativo? ¡Pero si hace poco tiempo la oposición festejaba haber frenado la reforma eléctrica! ¿Acaso controla el poder Judicial? No, la Suprema Corte ha dado varias muestras de autonomía.

¿Acaso Morena controla las organizaciones patronales? No, ni en sueños verían una Coparmex o un Consejo Coordinador Empresarial subordinados a AMLO. ¿Acaso domina sobre organizaciones como la CTM, la CROC, la CROM o a la Confederación Nacional Campesina? En absoluto.

Una cosa es que haya un mandatario con alta popularidad y una mayoría conquistada en elecciones libres. Otra, diametralmente opuesta, es el presidencialismo de los setenta y el partido hegemónico de entonces, cuyas características son de sobra conocidas.

Aunque llevan todo el sexenio alertando que México se está convirtiendo en una dictadura, la división de poderes está ahí, la pluralidad política sigue viva y hay aún más libertad de expresión y manifestación que antes.

Argüir que “Morena es el nuevo PRI” es pereza intelectual. Es una maroma burda que busca quitarle mérito a sus recientes triunfos electorales y una manera de restarle importancia al hecho de que una mayoría haya conquistado el poder por la vía democrática, repito: democrática.

Más que un “nado sincronizado”, estamos ante un conjunto de “patadas de ahogado sincronizadas”.

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