La propuesta de elegir por voto popular un total de seis cargos dentro del Poder Judicial Federal –desde jueces hasta ministros de la SCJN– tiene escasos antecedentes a nivel mundial. Los ejemplos más sonados son Estados Unidos y Bolivia.
En el primer caso solo existe elección directa de jueces en varios sistemas estatales. En ciertas entidades los jueces pueden postularse directamente, en otras necesitan de un partido político y en unas más solo pueden ir a elección para ser confirmados en sus puestos.
Son varias las críticas que se han realizado al sistema de elección en EU. En el caso de los procesos de confirmación es frecuente que los jueces se vean sometidos a campañas negativas por parte de grupos de interés o políticos reaccionarios. Así ocurrió con la Unión Conservadora de Tennesse, que inició una campaña en contra de un juez que había votado en contra de la pena de muerte de un convicto.
El Colegio de Abogados de Estados Unidos ha sido muy crítico de la elección popular, al argumentar que la justicia no debe depender de concursos de popularidad, que los costos de las campañas excluyen a quienes carecen de recursos, e incluso el financiamiento puede ser corrosivo para el sistema judicial.
Incluso hay estudios que confirman que las contribuciones a las campañas —que nunca es posible limitar aunque se prohíban por ley— predisponen a los jueces a resolver casos a favor de sus donantes, y es menos probable que los juzgadores fallen a favor de personas acusadas de delitos cuando se acercan las elecciones.
¿Podemos imaginar lo que significaría para nuestro sistema penal que jueces buscando popularidad decidan meter a la cárcel a más gente de la que ya está sobrepoblando nuestros penales?
¿O qué tal pensar que el día que el péndulo gire a la derecha o a la ultraderecha (porque el poder no estará siempre en manos de la izquierda) una corriente de jueces busque dictar sentencias contrarias a los derechos humanos, a los derechos de las minorías o de las mujeres?
El único caso similar a lo que se propone en México es Bolivia, donde desde 2009 se reformó la Constitución para elegir a todas las autoridades judiciales por voto popular, es decir magistrados del Tribunal Constitucional, Consejo de la Magistratura (equivalente al Consejo de la Judicatura Federal), Tribunal Supremo de Justicia (máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria) y agrario.
En las dos elecciones que ha habido en esa nación el abstencionismo fue del 60% en 2011 y 66% en 2017. Hoy incluso desde el propio oficialismo el modelo ha entrado en cuestionamiento. Por la inestabilidad y complicaciones que ha generado, el actual ministro de Justicia, Iván Lima, reconoce que “definitivamente hay que preguntarse si es necesaria una elección judicial”.
Posiblemente la gran muestra del fracaso boliviano es el golpe de Estado de 2019. No olvidemos que fue precisamente un Tribunal Constitucional, elegido por voto popular, el que le permitió a Evo Morales presentarse como candidato presidencial en 2019, pese a que la propia Constitución limita la reelección a dos mandatos, y los ciudadanos se expresaron en contra en un referéndum.
En suma, no existe a nivel mundial evidencia de que la elección popular de jueces sea una buena idea para mantener un poder judicial independiente del poder económico y político, pero tampoco para brindar estabilidad y certidumbre. Pensémoslo muy bien. El remedio podría ser más caro que la enfermedad.