A un año de gobierno se presentan algunos indicadores que muestran que la economía de los más pobres podría estar empezando a mejorar como resultado del aumento en el salario mínimo y los programas sociales.
El aumento del 16% en el salario mínimo, a pesar de modesto, permitió poner fin a 36 años de pronunciado deterioro salarial y ha tenido efectos en el conjunto de los salarios. Según un estudio de Conasami, en tan solo seis meses tuvo un impacto del 6.7% en el salario promedio.
Los efectos del incremento al mínimo, según esa institución, han sido mayores entre los más pobres. Si clasificamos a los trabajadores del IMSS en deciles, de acuerdo a su salario, vemos que quienes normalmente ganan menos son los que recibieron los mayores aumentos. El primer decil, por ejemplo, incrementó sus ingresos en un 10%.
Pero donde realmente podemos observar el impacto que podría tener una política que consistentemente se plantee incrementar el salario mínimo —como parece buscar esta administración —es cuando vemos lo que ha ocurrido en la Zona Libre de la Frontera Norte, donde el aumento fue del 100% (paso de 88.36 a 176.72 pesos).
El aumento en esa franja, según la Conasami, permitió incrementar en más del 70% los ingresos del decil con menos ingresos, casi el 50% del segundo decil y más del 20% del tercer decil. Eso ilustra los beneficios que podría tener una política igualmente ambiciosa a nivel nacional.
Algo interesante que se ha podido comprobar es que ni la inflación ni el desempleo aumentaron como resultado de ese incremento salarial en la zona fronteriza, lo que derrumba dos de los viejos mitos que justificaron una política regresiva en materia de salario mínimo.
Tan solo un año de gobierno ha sido suficiente para comprobar los efectos del incremento del salario mínimo en la reducción de la pobreza. Aunque resta conocer la medición que hará Coneval el año próximo, los datos de Conasami ya permiten observar cómo la pobreza laboral (hogares donde no alcanza para adquirir la canasta alimentaria) bajó 1.74 puntos porcentuales, el equivalente a dos millones de personas.
El otro factor que está mejorando la economía popular son los programas sociales que hoy benefician —según datos del gobierno— a más de 20 millones de familias. Durante 2019 se presupuestó para estos programas más recursos que en toda nuestra historia.
Pese a que dicho presupuesto está todavía por debajo de las enormes necesidades, y pese a los subejercicios registrados en este primer año, se están virtiendo al conjunto de la economía una suma de recursos que permitirán incrementar la capacidad de consumo de los más pobres, beneficiando además al conjunto de la sociedad.
Evidentemente, las transferencias que llegan a esas familias no son destinadas al ahorro, como ocurre con los ingresos que recibe la clase media y alta. El grueso de esa suma se vierte casi automáticamente al circuito de la economía generando mayor consumo y favoreciendo el mercado interno.
Así, aunque han disminuido las ventas en bienes de consumo duradero (como los carros), según la Asociación Nacional de Abarroteros, entre enero y septiembre se registró un incremento del 7.9% en las ventas que registran las tiendas de abarrotes en comparación con el mismo periodo del año anterior.
Se trata apenas del inicio de una tendencia apenas perceptible, pero que habla de una tenue mejora en la capacidad de consumo familiar. De continuar y profundizarse, se podrían lograr cambios perceptibles en la reducción de las pobreza y, en menor medida, también en la desigualdad de ingresos.
Eso se logró en Brasil, durante el gobierno de Lula, cuando 30 millones ingresaron a una cierta clase media. Según diversos estudios, aquella reducción obedeció principalmente a tres factores: la política de aumentos consistentes en el salario mínimo, los programas sociales y… el crecimiento económico.
Difícilmente la política salarial y los programas sociales serán suficientes si nuestra economía permanece estancada.