Una narrativa catastrofista postula que nuestro acuerdo comercial con EU y Canadá está en peligro.

En Reforma, un columnista de esos que no conocen la mesura ni la templanza, escribe que AMLO podría “quemar el TEMEC y con él a México”, haciéndonos pasar (nótese el humor involuntario) “del carril de un país en desarrollo al de nación subdesarrollada” ( ).

Otros menos delirantes, aunque igualmente alarmistas, aseguran que –aunque el tratado seguirá en vigor– México perderá en los paneles y tendrá que pagar una enorme suma de dinero a sus socios comerciales y empresas inconformes.

“Consecuencias inimaginables”, anticipa el exsecretario Ildefonso Guajardo, voz respetable y con autoridad en el tema, pero cuya postura está sesgada y tiene su propia agenda. El exfuncionario, citando de forma acrítica los cálculos hechos a vuelo de pájaro por el embajador Ken Salazar, habla de un pago de 30 mil millones de dólares.

Lo que hay en estas críticas es una agenda disfrazada: un intento de ciertos actores, que dentro y fuera del país rechazan la política energética de López Obrador, por someter al Presidente y forzarlo a cambiar una legislación que –guste o no– fue adoptada con amplio apoyo social, de forma democrática y soberana.

El Presidente lo sabe.

Sabe también que un conjunto de intereses alineados entre México y Estados Unidos están buscando utilizar el pretexto del tratado para forzarlo a cambiar el curso de una política energética que no favorece sus intereses.

Pensar que AMLO aceptará que le impongan semejante cosa es no conocerlo. El tema es prioritario para su administración, a diferencia de la política migratoria donde cedió con facilidad a los intereses de Estados Unidos.

Doblar las manos, además, sería altamente impopular. Según una encuesta de El Financiero, por ejemplo, 49% de los mexicanos cree que en materia energética el gobierno debe defender la soberanía energética del país, aún si hubiera sanciones comerciales. Repito: aún si hubiera.

Por eso es que AMLO ha decidido hacer de este un tema político, a pesar del trato eminentemente técnico que le ha dado nuestro vecino.

Porque quiere evitar a toda costa que lo obliguen a lo inadmisible: modificar por completo una legislación bajo presión externa.

El caso se resolverá en una negociación, en la que no es seguro que se llegue a un panel. Según expertos involucrados en el tema, el propio tratado está diseñado para evitar este tipo de procesos que en sí mismos cuestan millones de dólares a todas las partes involucradas.

Primero debe agotarse una ronda de consultas –la fase actual–, más tarde una serie de fases de conciliación, mediación y buenos oficios, y solamente después se instalaría un panel de arbitraje internacional.

Según fuentes consultadas, antes de que todo eso ocurra podría lograrse un acuerdo que, dando garantías a nuestra soberanía, solucione de forma casuística querellas particulares con ciertas empresas, y al mismo tiempo modifique ciertas decisiones administrativas y regulatorias del sector.

Si, pese a todo esto, la negociación fracasa, podríamos ir a un panel de arbitraje “light”, más acotado a temas específicos en los cuales no se logren resolver las diferencias.

Aunque pueda parecer intransigente, AMLO es un negociador nato y puesta a que el tema se resuelva con un acuerdo.

Al mismo tiempo, está consciente de que no puede ceder de entrada si quiere ser tomado en serio y maximizar sus posibilidades de éxito. Por eso ha decidido elevar la apuesta.

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