La oposición en el Senado logró frenar el miércoles la propuesta de ampliar a 2028 la presencia de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública. Morena y sus aliados no tuvieron otra alternativa que devolver la iniciativa a comisiones para discutir el asunto “hasta donde sea necesario", como dijo Ricardo Monreal.

El tema ha quedado en un impasse, donde nadie aparece derrotado ni victorioso. En cualquier caso, habría sido una victoria pírrica para quien fuera. Sobre todo, una victoria de escaso alcance.

Lo que ocurrió en el Senado la semana pasada es lo mejor que pudo pasar. Al final, la propuesta de la diputada priista Yolanda de la Torre –adoptada por el gobierno, sino es que formulada en su interior– sólo patea el problema hacia el futuro, se desentiende del problema de fondo y no ofrece una solución real.

En el fondo, el debate que se ha dado en el Congreso es tan cómodo para el gobierno como para la oposición, ninguno sale de su zona de confort.

Del lado de los adversarios a López Obrador –que hipócritamente se pintan hoy como los más críticos del militarismo–, porque eluden un dato central: que todas y todos los gobernadores –del color que sea– quieren la presencia del Ejército y la Guardia Nacional en sus territorios, o al menos no se han opuesto a ella directamente. Ese no es un dato menor.

Por eso mientras los senadores panistas se presentan como la quintaesencia del antimilitarismo, sus gobernadores guardan un conveniente silencio. Tal vez el silencio que más se escucha. Saben que necesitan a las Fuerzas Armadas en sus estados porque están haciendo el trabajo que sus policías no pueden o no quieren hacer. Porque de esta forma evitan asumir el costo político de la violencia y la criminalidad y se los transfieren, como siempre, al gobierno federal.

La existencia de un cuerpo híbrido con elementos policiacos y militarizados –como es la Guardia Nacional – pone de manifiesto un tema que fácilmente perdemos de vista: la renuncia de los gobiernos estatales y municipales (ya sea intencional o forzada) a cumplir con su obligación de procurar justicia, mejorar sus fiscalías y preparar policías con sus propios recursos.

Del lado del gobierno, la propuesta de mantener a las Fuerzas Armadas de aquí al 2028 también es una alternativa muy cómoda: ni va al meollo del asunto, ni obliga a replantear una estrategia de fondo donde parece que no la hay, ni plantea una ruta a mediano o largo plazo que permita eventualmente renunciar a la presencia militar.

Lo que hace la propuesta de Yolanda de la Torre es alimentar una falsa ilusión de cara a las elecciones de 2024. Ofrece una solución cuasi mágica, cual si la mera presencia de las Fuerzas Armadas, y su extensión en el tiempo, fueran fines en sí mismos. Que no nos engañen, pero sobre todo, que no se engañen a ellos mismos.

La 4T ha caído en un argumento fácil –y de dudosa lógica– donde se postula que, como el calderonismo utilizó a las Fuerzas Armadas y desató una guerra, hoy solo queda emplear a esas mismas instituciones para detener el conflicto. Como si la medicina debiera ser peor que la enfermedad. Ese argumento no convence.

La cuestión de la seguridad no se puede resolver sólo con más militares. El problema es mucho más complejo y vasto.

Ciertamente, no podemos prescindir de las Fuerzas Armadas de un día a otro. El poder de fuego de las organizaciones criminales y su control territorial es un hecho real y palpable. Pero tampoco podemos renunciar a tener, en algún futuro, policías estatales y municipales eficaces que carguen con el peso de mantener la paz, ni dejar de buscar soluciones más integrales al problema.

Ojalá que lo sucedido recientemente en el Senado –junto con la propuesta de López Obrador de someter el tema a “consulta”– abran una oportunidad para dar un debate de fondo, fuera de la comodidad en que se han situado oficialistas y opositores, donde se dejen posiciones simplistas e inviables que de un lado reclaman “fuera el ejército” y del otro exigen su presencia porque es “pueblo uniformado” e incorruptible.

La trágica situación en que estamos exige respuestas más a fondo, políticamente maduras y mejor sustentadas en diagnósticos, que entiendan las exigencias mínimas de la realidad en la que hoy estamos, pero que nos guíen en una ruta crítica hacia un futuro no muy lejano donde la receta militar deje de ser necesaria.

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