Estamos frente a una transición inédita, compleja y difícil de descifrar. Hace seis años, AMLO empezó a gobernar prácticamente al día siguiente de su victoria, mientras que Peña Nieto, sumido en el descrédito y la impopularidad, le cedió por completo los reflectores.

Hoy, en cambio, López Obrador está moldeando en gran medida los tiempos de la transición y retiene partes medulares de la agenda.

Sin restarle mérito a Claudia Sheinbaum, es claro que el triunfo abrumador del 2 de junio le debe mucho al enorme liderazgo del Presidente.

Después de arrasar de esa manera en una elección, quizás cualquier político estaría tentado a seguir ejerciendo al menos cierta dosis de poder. La verdadera interrogante en este caso es de qué tamaño será esa dosis.

Aunque Sheinbaum ha marcado su propia impronta y estilo, dando muestras importantes de autonomía, también hay elementos para pensar que López Obrador seguiría tomando decisiones por un buen tiempo.

En lugar de ceder el espacio, AMLO sigue promoviendo sus reformas. Y aunque Sheinbaum logró hábilmente acotar el Plan C, ha trascendido que esta semana no consiguió el aval del presidente para calendarizar la discusión de las iniciativas de una manera más razonable, y posponer para noviembre la discusión sobre la reforma judicial, como sugiere el sentido común.

Difícilmente se podría considerar que hoy es más urgente sustituir a 1600 juzgadores —con la inevitable inestabilidad económica y política que eso genera—, que pasar el presupuesto o promover los cambios a la estructura administrativa que requiere un gobierno que inicia.

A eso se suma otra dimensión —que tal vez el presidente López Obrador no esté alcanzando a ver—, y puede resumirse así: Hasta ahora, la 4T no ha logrado romper esa inercia de bajo crecimiento económico que por décadas ha caracterizado a la economía mexicana.

La nada despreciable reducción de la pobreza que hemos visto en los últimos años se explica fundamentalmente por los incrementos salariales y el impacto de los programas sociales. Sin embargo, si logramos crecer de verdad, como ocurrió en Brasil durante el segundo mandato de Lula, el impacto social sería decisivo.

A AMLO no le tocó un contexto internacional tan favorable como el que hoy tiene ante sí la virtual Presidenta electa. Sheinbaum y su equipo lo tienen claro, y saben que para promover el crecimiento hace falta, entre muchas otras cosas, buenas relaciones con inversionistas extranjeros, certidumbre al sector privado, reglas claras, y una presidencia capaz de tender puentes para unir al país en torno al concepto claudista de la “prosperidad compartida”.

Los procesos de sucesión donde han existido liderazgos carismáticos altamente populares nunca han sido sencillos. El caso de Correa, en Ecuador, o de Evo Morales, en Bolivia, han terminado en ruptura, traición o conflicto. Incluso en Brasil, aunque la relación entre líderes no se resquebrajó, más de una vez el equipo de Dilma Rousseff entró en tensión con el de Lula.

Al inclinarse por una mujer como la primera presidenta de México, AMLO dio una muestra histórica de grandeza. Hoy hace falta que tenga un gesto de autocontención para que no ejercer sobre ella una lógica de tutela.

Para ello hace falta cederle la iniciativa política y los reflectores; no intervenir para que la Presidenta electa elija un equipo que le deba el puesto a ella, y disipar cualquier duda —por mal intencionada que sea— acerca de quién detentará el poder.

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