El sexenio obradorista casi ha terminado. La agenda de transformación que se planteó el Presidente —de avanzada en algunos aspectos, regresiva en otros— ha perdido el impulso de sus primeros años. La 4T hoy parece extraviada. Ya no está claro qué sigue. Cuál es el gran proyecto.

El Presidente, sin embargo, necesita mantener viva la llama de la esperanza entre sus seguidores y atizar el fuego, la lógica del conflicto sin la cual no puede concebir la política. Por eso necesita motivos, razones, argumentos para mantener cohesionada a su base social.

Es de lamentar que la energía colectiva, y el enorme potencial que tiene un movimiento político como el obradorista, de pronto se queme en infiernitos.

La confrontación y el conflicto no son males en sí mismos, pero habría que emplearlos de forma más provechosa y edificante. Si tan solo se utilizara, por dar solo un ejemplo, para promover una agenda redistributiva (tasar herencias, cobrar impuestos a los más ricos, etc…), otro gallo cantaría.

Pero hoy el Presidente está empantanado en la lógica del conflicto por el conflicto; la confrontación como un fin en sí mismo.

En ese contexto podemos leer este nuevo frente en torno a la reforma electoral.

Pareciera que estamos ante un ajuste de cuentas con el pasado, el trauma de la elección de 2006.

En realidad, la propuesta presidencial que diseñaron Pablo Gómez y Horacio Duarte es un anzuelo. Por un lado, se trata de que lo muerda el propio obradorismo, que en su imaginario social tiene muy presente esa fatídica elección, de ahí que el presidente recurra a lo electoral como un elemento aglutinador y movilizador de su propia base.

Y se trata de que lo muerda también el antiobradorismo. En ese sentido, la marcha programada para el domingo 13 “en defensa del INE”, pareciera hasta un acto premeditado en Palacio Nacional. Sin advertirlo, los que salgan a las calles estarán siendo parte del juego.

La marcha es un acontecimiento que a AMLO no le incomoda: Le sirve para mantener una división en bandos, para medir sus fuerzas y demostrar que es más fuerte y mucho más popular que ellos.

Por ello el contenido de la reforma —que ciertamente tiene varios elementos rescatables— no le importa demasiado a López Obrador. De hecho, más de un elemento hace pensar que no es siquiera una reforma para valer. Incluso parece haber sido redactada a sabiendas de que no va a pasar.

Si fuera una reforma en serio no se plantearía que un 33% del padrón electoral pueda volver vinculante un referéndum revocatorio; mucho menos que la mayoría de ese 33% (es decir el 16.51%) pueda terminar por deponer a un presidente. No plantearían la elección de consejeros y magistrados por voto directo sin pensar en un esquema mínimamente operante que lo haga posible.

Si fuera una reforma para supuestamente hacerse de una mayoría artificial en la Cámara de Diputados no propondrían un sistema de proporcionalidad pura que, según cálculos del propio Luis Carlos Ugalde, beneficiarían al PRI y a Movimiento Ciudadano. Tampoco plantearían sacar a los consejeros, cuando el gobierno pronto tendrá la oportunidad de poner perfiles afines, pues algunos de los que están ya se van.

La reforma es una nueva bola de estambre lanzada por un Presidente que les sigue dando varias vueltas a sus adversarios y juega a la política con una maestría a la que no se le acerca ninguno de sus opositores.

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