¿Cómo se debe usar una lengua? En los años recientes el debate ha pasado de la corrección fonética y ortográfica a la apropiación y generación de nuevas formas que surgen desde colectivos, minorías y movimientos que buscan, a través del lenguaje, validar, exponer y reeducar; y es que el lenguaje es el arma que se tiene a la mano; ha sido eficaz en cuanto a que ha abierto la conversación a todos los niveles. En la teoría, habría que hacer cambios de fondo para que esas demandas y deseos legítimos pasen de una moda al papel.
Hay también otras conversaciones que se dan en otros ámbitos más generales y que tienen que ver con lo llamado correcto e incorrecto en un sentido más, digamos, tradicional. Las convenciones académicas contra las manifestaciones, llamadas incultas, de un sector más bien amplio y mayoritario de los hispanohablantes; y es que estas formas “incorrectas” no han significado barreras infranqueables para la comunicación. En la gran mayoría de los casos, aunque muchos quieran negarlo, leer un texto plagado de faltas ortográficas o escuchar a una persona que utiliza arcaísmos, sobrecorrección o construcciones sintácticas alejadas de lo “correcto” no nos impide su comprensión, tenemos la capacidad de adecuar estas formas ajenas a nuestro contexto y a ellos hacer lo propio; hablamos, por supuesto, de la eficacia en el fin más primario de un lenguaje, transmitir un mensaje; otra cosa tiene que ver con las definiciones específicas de adoptar las formas académicas en otros contextos. Por otro lado, las academias se han esforzado, muchas veces en vano, por implementar dentro de las convenciones formas y palabras que no han hecho mella ni siquiera en un sector que puede ser considerado “culto” por encima de la media; quizá nunca, o casi nunca, veremos en un texto literario o técnico las palabras güisqui, cederrón o bluyín, como han propuesto, por encima de whisky, CD ROM o Blue Jean; estos casos específicos que tienen que ver con la castellanización de vocablos extranjeros y que se ha dado de forma natural en casi todas las lenguas, incluida la nuestra.
Pero esa parte, que le toca también a la academia, de registrar vocablos que ya se están usando, sí que ha tenido un avance en los últimos años, avance en cuanto a la velocidad para incluirlos en los diccionarios. Ya anunció la RAE, por ejemplo, la inclusión de palabras como webinario, bot o bitcoin; metaverso o geolocalizar, todas tienen que ver con nuevas tecnologías. Pero también han incluido palabras fuera de esos espectros como crudité, chuteador, vapear o urgenciólogo, u otras más que se usan en ciertos colectivos como cisgénero o poliamor; por la pandemia se han incluido vacunólogo, nasobuco e isopado. Y también algunos mexicanismos como valemadrismo o ñañara. En los tres últimos años, la RAE ha incorporado, como nunca en su historia, acepciones, modificaciones y enmiendas en un número que ronda las 7 mil 400, casi 2 mil 500 por año.
Queda claro que el lenguaje está vivo y se mueve a una velocidad más rápida de la que cualquier academia puede correr, y a veces las academias pueden, como en los últimos ejemplos, acelerar el paso.