Hace unos días leí, en un suplemento cultural de un conocido diario de ultramar, una interesante tesis que afirma que la llamada “revolución tecnológica” es un fraude. Esta utopía digital que habitamos y que para muchos es la panacea de los grandes males de la humanidad. Ya en los 90 la tecnología prometía dar un impulso a la economía en los países no sólo de primer mundo sino también de aquellos en vías de desarrollo; el comercio electrónico que de la noche a la mañana había vuelto a toda una generación de nuevos ricos, la mayoría jóvenes milenials que hoy mueven los hilos de la economía mundial dentro y fuera de la bolsa. La influencia es más poderosa que el dinero, y ellos tienen ambos. Pero estos milenials millonarios no son, afirma la tesis, los guías de una generación, sino más bien sus verdugos. En torno a las nuevas tecnologías, dicen algunos expertos, se crean muy pocos empleos y los productos resultantes más que aumentar, disminuyen la productividad, crean esclavos perdidos en la matrix.
No hace falta decir que estas tesis incendiaron las redes sociales, donde los usuarios, con el ego golpeado, mostraron su indignación más con corazón y tripas que con la cabeza. Los milenials no son la generación brillante de genios creativos y emprendedores que les dijeron que eran; los protagonistas, los ganones, de esta revolución tecnológica acababan siendo los mismos de casi siempre, es decir: apenas un puñado de elegidos. El artículo critica sin tocarse el corazón, y además con argumentos, a los héroes milenials Zuckerberg, Jobs y compañía.
Pero, más allá de los factores económicos –un tema que obsesionó sobre todo después de la gran depresión a Estados Unidos, semillero de milenials elegidos, y que convirtió a esa nación en símbolo del consumismo- hay que decir que sí que hay en la revolución tecnológica algo que está más allá de lo económico, vamos, que el dinero no lo es todo. Es probable que, como dicen en el artículo, los productos de esta revolución no se comparen con los que produjo, otra vez en términos económicos, aquella que nos dio la electricidad, los automóviles, el teléfono, el foco o la alcantarilla; pero sin duda, la mayor aportación de esta ahora desvalorada revolución digital está en los cambios culturales que ha provocado. La revolución es, sin duda, cultural.
Pero, más allá de los factores económicos –un tema que obsesionó sobre todo después de la gran depresión a Estados Unidos, semillero de milenials elegidos, y que convirtió a esa nación en símbolo del consumismo- hay que decir que sí que hay en la revolución tecnológica algo que está más allá de lo económico, vamos, que el dinero no lo es todo. Es probable que, como dicen en el artículo, los productos de esta revolución no se comparen con los que produjo, otra vez en términos económicos, aquella que nos dio la electricidad, los automóviles, el teléfono, el foco o la alcantarilla; pero sin duda, la mayor aportación de esta ahora desvalorada revolución digital está en los cambios culturales que ha provocado. La revolución es, sin duda, cultural.
Simplemente el mundo no es el mismo, y si bien esta revolución ha beneficiado económicamente a unos cuantos, también ha movilizado a pueblos enteros y ha empoderado a los ciudadanos, quién dudaría que eso ha traído beneficios a las masas más importantes que los que llegaron con algunos de los más grandes inventos del siglo XIX, que tanto venera aquel artículo.
Claro, no se trata de perdernos en alabanzas o en retomar el espíritu futurista de principios del siglo XX; las críticas y los datos duros muestran también realidades que hay que tomar en cuenta. Quizá todo ha sido tan rápido que no hemos dejado que las piezas se acomoden; pero, zarandear de vez en cuando a esta generación tampoco la va a matar.