Acabo de terminar de ver la serie Snowpiercer, en Netflix, para condimentar todavía más esta distopía que estamos viviendo. Ésta cuenta las historias de personajes en un mundo postapocalíptico que pasa por una glaciación y obliga a los pocos sobrevivientes humanos a vivir dentro de un tren que recorre el planeta sin la posibilidad de hacer una vida afuera. Este “transiberiano” —recordando a Blaise Cendrars y los paisajes helados entre Moscú y Pekín— contiene también parte de la cultura desarrollada por la humanidad, reducida a su mínima expresión en un puñado de espacios y acaparada por las clases dominantes; el libro de viajes se va escribiendo con lo que sucede adentro. Estas referencias me llevan de algún modo a Diderot, que hace más o menos 300 años tenía la pretensión de viajar, sobre todo por tren y barco, para recoger en una obra enciclopédica textos que nos hablaran de todo el arte que existía en el mundo; contenerlo, también, en un espacio confinado entre las páginas de grandes volúmenes.

No hemos llegado al mundo que propone Snowpiercer de contener a la cultura en un vagón, y las pretensiones de Diderot no se llegaron a concretar por cuestiones de (su corto) tiempo y (del enorme) espacio, la contención en el papel está más o menos realizada gracias a autores y editores a lo largo del tiempo; por supuesto, el arte no para y los libros de arte tampoco.

Los museos, que todavía existen, tienen en cierta manera el reto y la obligación de conservar gran parte del acervo artístico y cultural que se guarda entre sus muros y, a diferencia de los recursos con los que contaba Diderot y antes de que tengamos que abordar algún transiberiano distópico, sí que cuentan con las herramientas tecnológicas para contener y preservar la memoria de la plástica que se ha producido a lo largo de los siglos. Estas nuevas formas que ya se estaban esbozando en los días pre pandemia se están tomando hoy más en serio que nunca. Museos, como el Reina Sofía, en España, han manifestado que las bondades de las nuevas tecnologías explotadas este año no deberían echarse en saco roto; hemos experimentado una especie de globalización de las instituciones que no sólo han abierto sus puertas virtuales a visitantes de todo el mundo, también los vínculos con creadores y expertos han permitido democratizar esos mundillos, pero reconocen, en esa misma institución, que a pesar de no tener muchas opciones, el público no siempre ha aceptado los nuevos formatos. Es decir, por un lado podemos hablar de una revalorización de lo digital, por sus potencialidades, y por otro de los retos que se han presentado para innovar en las experiencias, que no siempre dependen exclusivamente de la tecnología de ida, desde la institución, sino de los recursos con los que cuenta quien está del otro lado de la pantalla. Queda claro que las formas a las que estábamos acostumbrados van a cambiar, y no a la velocidad a la que se venían dando. Sería ingenuo pensar que regresar a la normalidad como la conocíamos nos exime de acelerar la implementación y aceptación de los nuevos formatos. El reto para los museos que no quieran desaparecer en futuras distopías está definitivamente en pasar la experiencia, también, a lo digital, y esta revelación ya está sobre la mesa hoy, se está pensado como Diderot para ver la manera de contener en mil y un vagones digitales nuestro arte, para algún (otro) futuro distópico.

herles@escueladeescritoresdemexico.com

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