“Para el ser humano el conocimiento siempre ha sido importante, pero ahora es fundamental. No hay campo de la vida en que no influya el saber […]”; “sin ciencia propia, sin un sistema de educación superior vigoroso y de calidad una sociedad se condena a la maquila o a la medianía en el desarrollo. Por ello resulta indispensable reivindicar el derecho a la educación”; “… es necesario insistir y volverlo a hacer muchas veces: la educación es vía de superación humana, de la individual y de la colectiva. Concebirla como un derecho fundamental es uno de los mayores avances éticos de la Historia”; “como bien público y social, la educación superior debe ser accesible a todos bajo criterios de calidad y equidad […]”; “el verdadero saber no es neutro. Debe estar impregnado de compromiso social”.
Las frases anteriores, breves, sueltas, entresacadas del discurso del ex Rector José Narro en la entrega a la UNAM del Premio Príncipe de Asturias 2009, manifiestan con claridad mucho de lo que es nuestra Universidad y de cómo se ha venido construyendo su espíritu a lo largo de más de cien años. La importancia del saber y del compromiso social de la educación es también, desde luego, lo que como estudiantes y profesionistas hemos experimentado y promovido muchos de los egresados de una institución que muy aparte de su prestigio nacional e internacional es hoy y será siempre una segunda casa para nosotros. La más acogedora a nuestro desarrollo formativo y a nuestra vida diaria de académicos universitarios y seres humanos.
Como antecedente de mi actual función de investigador y profesor de la UNAM; de los libros y artículos, cursos y conferencias impartidos al interior o lejos de Ciudad Universitaria, estarán siempre los recuerdos de un estudiante normal que sin ninguna limitación pudo especializarse dentro de una carrera –Periodismo– al tiempo que gozaba con intensidad de otra –Letras Hispánicas–. Y de haberlo hecho dentro de un deslumbrante entorno histórico que con el tiempo se convertiría, con toda justicia, en Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Si por un lado el trabajo y la vida cotidiana nos hacen olvidar la suerte de haber disfrutado de la limpia arquitectura funcionalista de la UNAM, con reminiscencias de ciudad sagrada mesoamericana; de su naturaleza pétrea y desbordada o de la vista de los volcanes nevados desde sus terrazas, por otro perdemos con facilidad la perspectiva plástica y social de sus murales y mosaicos y, sobre todo, el calibre de los profesores que nos formaron sin mayor exigencia que la de seguir con rigor y compromiso el proceso de aprendizaje y reconocer en la libertad irrestricta de cátedra y de expresión un valor fundamental de la existencia. En aquel momento de fascinación por haber ingresado a la Universidad difícilmente pensábamos en la importancia que tiene el apoyo a futuros estudiantes. Hecho que por fortuna se viene concretando desde hace casi treinta años gracias a las becas de la Fundación UNAM, dependencia invaluable de la que me enorgullece ser asociado.
El paseo vital por el entorno universitario se extenderá más allá del campus central de la UNAM. Podría seguir quizá por los caminos sinuosos del Espacio Escultórico, que agrupa y fusiona experiencias tan variadas como la del Land Art y el abstraccionismo monumental de algunos de los mejores artistas de la generación de medio siglo; o bien con la visita a las salas de música y danza, a los teatros y cines, al Museo Arte Contemporáneo; o a través de la incursión en bibliotecas y hemerotecas o por los jardines umbrosos de la Ciudad de la Investigación en Humanidades. Para culminar en el más extraordinario de los rincones volcánicos de nuestra Universidad: la Cantera Oriente, pequeño oasis oculto a cuarenta metros de profundidad, con muros imposibles y donde la mirada se pierde sobre lava oscura del Xitle o en el decorado de pequeños bosques, lagos, manantiales, prados rectangulares. Paraíso único habitado por cacomixtles, ajolotes, libélulas, niños, tlacuaches, carpas, biólogos, patos, garzas y futbolistas.