A propósito de la cercanía de día internacional de los derechos humanos, y de la reciente polémica en la designación –por un periodo más- de la persona que preside la CNDH, es necesario examinar la columna vertebral sobre la que se cimenta el Estado contemporáneo.

En efecto, en la mayoría de las normas supremas de los países, se reconocen derechos fundamentales –que no es lo mismo que conceder- inherentes a todas las personas, empezando con el derecho a la vida y a la integridad física, como a la libertad personal (no siendo otra cosa, que la prohibición a la esclavitud).

A su vez, estos tres derechos, inseparables entre sí, se erigen como precondición para el desarrollo de todos los demás derechos a decir de Adriano De Cupis uno de los más grandes civilistas del sigo XX, cuya variedad y combinación, como del momento oportuno en su ejercicio, dependen de sus titulares (como de los padres o tutores tratándose de menores de edad o discapacidades); y que en los últimos tiempos, esto se ha dado en llamar el libre desarrollo de la personalidad, cuyo único límite es el respeto de los derechos de terceros.

México se inscribe dentro de esta tradición del derecho liberal, en que desde la Constitución de 1857 –refrendada en la de 1917- se reconoce en primer término, antes que la descripción de los poderes e instituciones de la sociedad, un conjunto de derechos fundamentales, otrora llamados por equivocación garantías individuales y que a partir de 2011, son reconocidos como derechos protegidos contra cualquier agravio o violación, con independencia de la naturaleza de los agresores, sean estos personas físicas (particulares), personas morales públicas (autoridades) o privadas (empresas).

Desplegando el Estado una serie de recursos y medios legales para reparar cualquier falta y castigar a los responsables, como medida social persuasiva para evitar su repetición, medidas sancionadoras y punitivas que van desde la amonestación pública o privada hasta la privación de la libertad.

Dentro de la doctrina de los derechos humanos, no existe jerarquización entre uno y otro derecho, sin embargo, es en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como en los tratados regionales más importantes, como el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos), donde es por más evidente la preeminencia, el orden de prelación de los derechos fundamentales a la vida, la integridad física y la libertad, dada su relevancia.

Es en la rama del derecho penal donde se tutelan, se protegen los bienes jurídicos más preciados, ya que ahí se concentran las mayores sanciones por conductas atentatorias a los derechos humanos, denominadas delitos, en que se puede distinguir el valor social a cada uno de los derechos, donde las más altas penalidades corresponden a la violación de los tres derechos referidos, en sus diferentes formas en que se pueden manifestar (homicidio, tortura, violación sexual, secuestro, etc.).

Lo cierto, es que cualquier violación grave a los derechos humanos, por particulares, autoridades o empresas no puede ser tolerada por el Estado, estableciendo todo un sistema de impartición de justicia en que se puedan atender y resolver los conflictos -por tribunales especializados- desde los más menores y sencillos hasta los más complejos (familia, propiedad, salud, empleo, seguridad social, y por supuesto en materia penal).

Para decirlo brevemente, es en el poder judicial en quien se deposita esa loable y edificante labor dentro de cada sociedad, por lo que es indispensable, que se integre por personal cualificado, para garantizar su imparcialidad, justicia y no venganza para citar a Michel Foucault.

Paralelamente a ello, en las últimas décadas, incluyendo México, se han creado instituciones no judiciales -a nivel federal y en las entidades federativas- que tienen la encomienda de emitir recomendaciones a todo tipo de autoridades administrativas por actos u omisiones que se consideren atentatorias contra los derechos humanos, y que se presuma que no pueden ser atendidas o revisadas en sede judicial, quedando exentas las autoridades judiciales y electorales (no hacerlo hubiera implicado la pérdida total en la credibilidad en el poder judicial y en las nacientes instituciones electorales autónomas). Así tiene lugar la creación de la CNDH en 1992 (y de las 32 comisiones locales).

Este arreglo complementario (judicial y no judicial en la protección de los derechos humanos), fue cuestionado desde los comienzos mismos de la CNDH, en virtud de que prácticamente toda actividad privada o pública, lo permitido y no permitido, estaba ya regulado por el derecho positivo mexicano y en consecuencia sujeto a revisión judicial, tanto en el ámbito federal como en el local.

Teniendo en realidad los organismos no judiciales protectores de derechos humanos (ombudsman), el propósito de solucionar en breve tiempo -y evitando la rigurosidad que caracterizan los procesos ante los tribunales- trabas o deficiencias menores en los servicios públicos más socorridos entre la población, como la salud, la educación, la seguridad pública y la procuración de justicia, evitando la vía judicial (aliviando su carga de trabajo). Sin que ello signifique, que los tribunales judiciales queden eximidos de conocer y resolver cualquier infracción a un derecho individual.

Una cosa es que la CNDH -y sus réplicas locales- tengan competencia únicamente para intervenir en violaciones de derechos humanos cometidas por autoridades administrativas y otra cosa es suponer, lo cual es un disparate, que es porque los ciudadanos, las personas de a pie “no violan derechos humanos, sino solo las autoridades", como es comúnmente escuchar a políticos, a seudo especialistas y periodistas (incluyendo a Sergio Sarmiento); distorsión de la naturaleza de los derechos fundamentales que recae en el personal de dichos organismos, proveniente en sus orígenes de dependencias adscritas a la SEGOB y a las Secretarías de Gobierno de las entidades federativas (antes de su autonomía), donde domina la improvisación y el activismo político, responsables de propalar tal falsedad.

Lo que es claro, que ni la CNDH ni los organismos locales han cumplido con los objetivos por los que fueron creados, recurriendo a una forma poco ética para documentar su desempeño, refiriendo las miles de quejas que reciben cada año, pero omitiendo que en más del 90 % de las respuestas declaran que “no tienen competencia”, es decir, redirigiendo a las posibles víctimas -sin dejarlo por escrito- a los tribunales judiciales y/o administrativos.

Su posible desaparición del orden jurídico nacional no significaría ninguna ausencia importante en el actual estado de la República, a no ser que se convirtieran en instancias vigilantes de las actuaciones de los ministerios públicos federal y de las entidades federativas, pero bajo el formato de una sola institución a nivel nacional, estableciéndose físicamente oficinas a un costado de cada Ministerio Público, atendiendo de inmediato los abusos y excesos en la procuración de justicia, incluyendo la actuación de las fuerzas de seguridad públicas. Un cambio de fondo y no de nombre.

*Autor de las obras Derecho a la Identidad Personal y Cédula de Identidad en México, editorial Civitas&Universitas, 2022,

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