En junio de 1611 los habitantes de la ciudad de México se encerraron, llorando y gritando, en sus casas. Muchos otros buscaban asilo en los templos. Ese día, víspera de San Bernabé, “el sol fue comido, eclipsado por la luna”.
En su relato de lo ocurrido aquel día, el cronista indígena Domingo Francisco Muñón Chimalpahin cuenta que los sabios y los astrólogos habían advertido: “Mientras obscurezca, habrá mal tiempo, mientras el Sol sea comido habrá enfermedad. Que nadie mire hacia arriba, que se abstenga de hacerlo, que se encierren en sus casas, porque durante esto habrá un viento malo; y que tampoco nadie coma, ni beba ni duerma hasta que otra vez aclare, cuando aparezca el Sol”.
De la ciudad que presenció aquel eclipse no queda prácticamente nada. Según Chimalpahin, las calles y las plazas quedaron desiertas, “toda la gente se asustó y espantó, nosotros los varones y principalmente las mujeres, todos se metieron y encerraron en sus casas y junto a ellos pusieron a sus hijos que allá gritaban y lloraban mientras obscurecía: ‘¿Qué pasa? ¿Qué quiere Dios Nuestro Señor para nosotros’”.
Los mismos astrólogos que habían augurado que iba a llegar un viento malo, predijeron la desaparición de una ciudad o la muerte de un noble caballero, “tal vez un príncipe”. “Luego de que fue comido el Sol, aquí en la Ciudad de México muchos hombres empezaron a morir misteriosamente”. La muerte más relevante fue la del virrey fray García Guerra, que hacía pocos días que había tomado el cargo.
Cuando le practicaron la autopsia, “para sacarle las médulas”, le hallaron el corazón “oprimido y pequeño”, las costillas podridas y los pulmones tan inflamados “que apenas parecían caber en la caja de su asiento”.
Al poco tiempo hubo un temblor “muy fuerte, como nunca lo había habido antes, y más tarde cayó sobre la ciudad un densa y siniestra lluvia de cenizas. La gente se sentía a un paso de la desaparición de la ciudad y creía que pronto iba terminar convertida en gusanos y en polvo.
Cuando 80 años más tarde vino el gran eclipse del 25 de agosto de 1691, los habitantes de la ciudad de México tenían bien aprendida la lección. Según el testigo Thomas de la Fuente Salazar, el eclipse duró “diez Aves Marías”. La gran crónica del momento la escribió el sabio novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora:
“Hora no hallamos más horrorosa. Al mismo instante en que faltó la luz, cayéndose las aves que iban volando, aullando los perros, gritando las mujeres y los muchachos, desamparando las indias sus puestos en que vendían fruta, verdura y otras menudencias, por entrarse a toda carrera a la Catedral; y tocándose a rogativa al mismo instante, no solo ella sino en las demás iglesias de la ciudad, se causó de todo tan repentina confusión y alboroto que daba grima”.
Ya desde ese tiempo existían figuras que en vez de correr gritando y espantadas hacia la Catedral, observaban los fenómenos celestes con telescopios e intentaban explicar la naturaleza de estos. Recuerdo, sin embargo, que el 11 de julio de 1991, la mañana en que de nueva cuenta “el sol fue comido”, todavía había personas que creían que los eclipses provocaban que los fetos se malograran si la madre miraba de frente al sol.
Aquel eclipse, que fue la noche más breve del siglo XX, fue vivido en la ciudad como una fiesta. Las oficinas de gobierno cerraron. Las fábricas dejaron que los obreros salieran a escrutar el cielo. Durante seis minutos y medio la oscuridad más completa cayó sobre la ciudad. Las plantas bajaron las hojas, los conductores encendieron los faros de los autos y algunos edificios se iluminaron.
Millones de personas miraban el fenómeno con micas y lentes especiales. La gente sonreía mirando el firmamento (nos había pasado el PRI y nos había pasado el terremoto del 85. Creíamos, con inocencia, que ya nada podría ser peor).
Vine al Zócalo y me aposté en el atrio, frente a la Catedral, para ver desde el lugar histórico la manera en que el sol iba a ser “comido”. Se esperaba un oscurecimiento parcial.
Frente a la puerta principal de la Catedral había una ordenada fila de turistas. Desde un coche le chiflaron a una chica que pasó luciendo unos hot pants. Más allá, había otra fila inmensa frente a los tacos de canasta de la avenida Madero, en donde los volanteros se acercaban a preguntar: “¿Algo de lentes, caballero?”.
Al pasar, había visto el Cardenal de Palma a reventar (y con lista de espera de una hora). En las calles aledañas se fregaban pisos desde temprano. Se aseaban joyerías, comercios de tela, zapaterías, así como las pocas cantinas que siguen en pie.
La plancha del Zócalo todavía estaba semidesierta, ocupada por la Feria Internacional del Libro. En los portales, fuera del atrio y en el extremo suroriente del Zócalo, frente a Palacio, cientos de personas miraban el cielo. Algunos con lentes o con micas, otros a través de sus teléfonos celulares. Unos danzantes, con “su maldito atambor”, como lo llamaba Bernal Díaz del Castillo, llenaban de música y de olor a copal un extremo de la calle.
De repente, todo se volvió hermoso. Sonaba el “maldito atambor” y nos iba envolviendo una luz mortecina, y la gente reía señalando el cielo, mirando las fotos que acababa de tomar. Pensé en lo que había ocurrido en este mismo sitio en otros siglos. La gente huyendo despavorida y las campanas sonando y los perros aullando.
“Te doy cien pesos si miras el sol dos minutos”, le dijo un muchacho a otro. Olía a copal y el “maldito atambor” no dejaba de sonar.