José Emilio Pacheco

atribuyó a Ignacio Ramírez, El Nigromante , la autoría del “poema político más violento hecho hasta hoy en México”. Se trata de “Venganza a los mártires de Tacubaya”, cuyos versos finales son estos:

“Guerra sin tregua ni descanso, guerra / a nuestros enemigos hasta el día / en que su raza detestable, impía, / no halle ni tumba en la indignada tierra”.

No bastaba matar, no bastaba fusilar: era preciso impedir que los restos de los enemigos hallaran descanso en la Patria.

“La declaración de odio más fragorosa de nuestra lírica”, como la ha llamado el maestro José Joaquín Blanc o, fue escrita prácticamente al pie del paredón donde el general Leonardo Márquez , después de haber vencido a las fuerzas liberales del “héroe de las derrotas”, Santos Degollado , ejecutó a 53 prisioneros, civiles y militares, entre los cuales se hallaban médicos y estudiantes que habían llegado a auxiliar a los heridos, así como vecinos que asomaron la cabeza en el momento equivocado.

Márquez fue conocido desde entonces como “El Tigre de Tacubaya”. Los asesinatos que cometió esa noche de abril de 1859 ahondaron la guerra de exterminio en que se habían enfrascado liberales y conservadores, y en las que se enfrentaron, para decirlo en lenguaje de la época, hermano contra hermano.

El vaticinio de Ignacio Ramírez se cumplió. Márquez murió en tierra extraña –La Habana– en 1913. Había intentado volver a México décadas después de la noche de Tacubaya: pasaba los días en la Alameda –envuelto en un sarape y con el sombrero hundido hasta las cejas–, pero la gente lo insultaba al reconocerlo y se vio obligado a exiliarse de nuevo.

Octavio Paz afirma que cada nación tiene una enfermedad que la distingue y que la de México es la sospecha. Sospecho que se equivocó: muchas cosas indican que la enfermedad de México es el odio.

En un libro de 1604 –así de viejo y remoto es el odio–, Baltasar Dorantes de Carranza recoge los sonetos cargados de veneno que criollos y “gachupines” se dirigían en la entonces Nueva España. Los españoles maldecían a México, a sus minas sin plata, a sus caballeros que no llegaban ni a bodegoneros, a sus señores que no mandaban ni en su casa. Los criollos maldecían a los miserables que venían “de España por el mar salobre” para vender agujetas y alfileres por las calles, y que luego, al volverse condes, abominaban del sitio en el que habían adquirido “estimación, gusto y haberes”.

La herida se ahondó en 1700, tras la llegada de los Borbones al trono de España, que arrinconó a los criollos y los cubrió de impuestos. Son trágicamente célebres las matanzas de españoles que durante la guerra de Independencia fueron cometidas en la Alhóndiga de Granaditas y a las puertas de Guadalajara. Los realistas correspondieron esas atenciones con largueza.

He leído en estos meses varios libros que relatan historias del siglo XIX, desde el imperio de Iturbide hasta el fusilamiento de Maximiliano. En el fondo esos libros cuentan la historia del odio que arrastraron quienes después de unos meses de concordia tras la consumación de la Independencia, se partieron en bando y, en una orgía de sangre interminable, decidieron fusilar, encarcelar, desterrar, borrar de la faz de la tierra al que pensara de otro modo.

Durante casi un siglo, incluso en momentos de amenaza extranjera, estos bandos llenaron de sangre las plazas, las calles, los campos de México.

No nos bastó el odio por razones políticas e ideológicas. Tuvimos que sumar el odio a los pueblos originarios, el odio a los afrodescendientes, el odio a las minorías surgidas adentro o llegadas de fuera. El odio contra los judíos desde el porfiriato, contra los chinos en días de la Revolución, contra todos después de los años 30, cuando proliferaron en el país los comités xenófobos.

Estamos de nuevo en los días del odio. Nos han abierto de nuevo la vieja herida, y día tras día alguien se encarga de intoxicar, de envenenar esa cicatriz. Volvemos a hablar de fusilar, quemar, desterrar, aniquilar.

Qué irresponsable: volver a dividir a México en los bandos del pasado, hundir al país en el pozo del odio, no es sino traer otra vez la noche.

En vista de nuestro pasado, no puede leerse sino como un crimen histórico.

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