El 31 de enero de 1982 el agua dejó de subir a los tinacos en las casas de la ciudad de México. Decían que era producto del estiaje. Vicente Leñero dedicó una novela espléndida a aquel suceso (La gota de agua, 1983). Comenzaba con esta frase:
“No hay agua”.
Era el principio de una de las más terribles tragedias domésticas.
“En calzoncillos hice girar las llaves del lavabo y de la regadera. Ni una gota cayó de la nariz del lavabo; gorgoriteó apenas la manzana de la regadera y dos o tres lagrimones gravitaron hasta el piso de azulejo, plop, plop.
—Ni una maldita gota en toda la casa, me lleva la chingada”.
Los tinacos de la ciudad estaban como los describe Leñero en la novela: vacíos, vacíos, vacíos Además estaban encenagados en el fondo.
Cuenta Leñero que un joven arquitecto le había advertido en 1975: “En diez años… no habrá agua potable suficiente para satisfacer la demanda de una metrópoli en franco proceso de descomposición. ¿De dónde y cómo traer agua hasta una ciudad trepada sobre el altiplano, sin ríos caudalosos que la alimenten? Agotados los mantos acuíferos y exprimidos los manantiales más próximos se hará indispensable ir cada vez más lejos por el agua: entubarla a lo largo de kilómetros y kilómetros, almacenarla y bombearla luego con mayúsculos esfuerzos y gastos de energía a un costo estratosférico… En diez o veinte años un vaso de agua será tan preciado y tan costoso como un vaso de leche”.
Leñero tuvo lástima “de que las nuevas generaciones crecieran con esa mentalidad apocalíptica más propia de ancianos que de jóvenes”.
Pero en 1982 los tinacos estaban como “piñatas huecas, sin una pinche gota de agua”. En la toma de la entrada de mi casa solo caía un triste chorrito durante algunas horas, suficiente para llenar las cubetas de pintura Comex que se habían convertido en el tesoro más preciado de la familia. Fue una crisis que duró meses. En un comercial que transmitía la televisión un niño simpático y regordete nos advertía con el dedo índice: “El agua es de todos. ¡Ya ciérrale! Te la estás acabando”.
El baño diario se hacía a jicarazos. En mi casa, las mujeres calentaban una olla en la estufa para atemperar el latigazo del agua helada al amanecer. Los hombres nos la echábamos encima “a valor mexicano”. Solo había agua para un baño rápido de gato: cabello, axilas, entrepierna.
Había días, sin embargo, en que el agua no llegaba ni siquiera a la llave de la entrada. Y como no había economía familiar que resistiera la compra de garrafones de agua electropura, la pelea por las cubetas almacenadas en el baño, el patio, la cocina, se hacía entonces a navajazo limpio.
Creo que en esos días se popularizó la frase: “No le sube bien el agua al tinaco” para describir a un pendejo o un tonto.
Muchos años después encontré en la hemeroteca los periódicos que narraban los días de 1922 en que la ciudad de México se quedó sin una sola gota de agua.
En ese tiempo, el líquido captado en los entonces abundantes manantiales era bombeado desde Xochimilco hasta una casa de máquinas ubicada en lo que hoy es la colonia Condesa. Desde ahí bajaba a lo largo de tres redes, empujada por medio de corriente eléctrica, hasta las tuberías que alimentaban casas y edificios.
Desde los días en que Francisco I. Madero era presidente bastaba con abrir un grifo para gozar de un promedio diario de 240 litros de agua. El descuido de un empleado provocó que la casa de máquinas de la Condesa se inundara. Los motores eléctricos tronaron. A mediados de noviembre de ese año la primera plana de EL UNIVERSAL informaba: “No hay Agua, no hay Agua, ¡No hay Agua!”.
Se pensó que era un problema que se resolvería a lo mucho en tres días. Pronto se descubrió que había que rearmar las bombas y que muchas de las piezas no estaban disponibles en el país. ¡Había que traerlas desde el extranjero!
Era una crisis que iba a provocar una explosión social que dejó en el Zócalo muertos y heridos.
A la primera semana la ciudad agonizaba de sed. Los sanitarios de la urbe eran zonas de desastre. Los negocios —restaurantes, fondas, bares, cines, teatros— cerraron. Los diarios advertían que la Muy Noble y Muy Leal olía a materia fecal y anunciaban el estallido de terribles epidemias.
Muchedumbres deambulaban por la ciudad con cubetas en las manos buscando un poco de agua. Los propietarios de pozos artesianos vendían el líquido a precios increíbles y frente a sus domicilios se hacían filas formadas por cientos de personas. El encargado del gobierno de la capital, Miguel Alonzo Romero, atravesaba los días más críticos de su carrera política. Los diarios reportaban que en los patios de las vecindades la gente cavaba agujeros intentando llegar al agua del subsuelo.
En Las Lomas se encontró un pozo y una verdadera marabunta se lanzó hacia allá para llevar a su casa aunque fuera una cubeta.
Los días corrieron y nutridas manifestaciones cubrían las calles con pancartas que rezaban: “Agua pedimos a Dios y al Ayuntamiento su dimisión”.
Crecían la furia, la desesperación, la frustración. Parecía que la capital del país se había sumergido en un viaje en el tiempo, hasta antes de la llegada del virrey Revillagigedo. Había enjambres de moscas, heces en las calles, alcantarillas que despedían olores novohispanos.
Un diputado llamó a quemar el Ayuntamiento “como la turba quemó alguna vez las Tullerías”. El 29 de noviembre, diez días después del estallido de la emergencia, más de cinco mil personas marcharon al Zócalo para apedrear las ventanas del Ayuntamiento.
La gendarmería los recibió con disparos lanzados al aire. Fue un error. La turba enloqueció y comenzó a quemar, con estopas y prendas de vestir incendiadas, las puertas y varias dependencias del edificio. Los gendarmes contestaron a tiros. En el Zócalo quedaron 21 cuerpos tendidos. 64 personas resultaron gravemente heridas.
El servicio se regularizó, a medias, hasta el 2 de diciembre. Desde luego, el partido de Alonzo Romero, el Liberal Constitucionalista, fue repudiado y perdió las elecciones siguientes.
Un siglo más tarde la Comisión Nacional del Agua informa que el Sistema Cutzamala, crucial para el abastecimiento de agua en la ciudad de México y la Zona Metropolitana, se encuentra en el nivel más bajo de su historia y podría llegar al agotamiento, el próximo 26 de junio, unos días después de las elecciones.
De acuerdo con el organismo, el agua en la ciudad de México alcanza para poco más de 100 días. El Cutzamala alcanzó en diciembre pasado en 38% de su nivel. La mayor parte de las presas están por debajo del 50 por ciento.
La crisis se veía venir desde hace años. El acuífero del Valle de México está en condiciones críticas de sobreexplotación. Pero el gobierno capitalino, en campaña por la Presidencia desde hace cinco años, solo pateó el balón. Según el exdirector de Conagua, José Luis Luege Tamargo, serían necesarias una declaratoria de desastre natural (la extrema sequía del año pasado fue un factor determinante) y una declaratoria de emergencia.
Pero el gobierno de AMLO extinguió en 2021 el Fondo de Desastres Naturales, un mecanismo destinado a enfrentar, desde 1999, este tipo de emergencias: sin el Fonden, dijo AMLO, “estamos atendiendo mejor que nunca a los damnificados”.
Esa “esmerada atención” no ha permitido, sin embargo, la modernización del sistema de aguas (en donde el 30 por ciento del líquido se va en fugas), ni la rehabilitación de presas que ya no se usan, ni el tratamiento adecuado en los sistemas de potabilización, ni la costosa búsqueda de nuevas fuentes de abastecimiento.
Un siglo después de la tragedia ocurrida en el Zócalo, nos encontramos tal y como se leía en aquel titular de EL UNIVERSAL: “No hay Agua, no hay Agua, ¡No hay Agua!”.
Pero en realidad no importa. Lo verdaderamente importante es cuántos puntos arriba están el presidente y su corcholata.
La realidad vendrá después de la elección, según ha anunciado Conagua.